martes, 17 de abril de 2012

Un poco de todo (XLII)


- Siempre me han chocado esas imágenes, tan corrientes en el mundo asiático, de bodas multitudinarias en las que montones de novios deciden casarse en tropel, como si pasar por ciertos trances en compañía se hicieran más llevaderos. Parece que, entre tanta gente que está haciendo lo mismo que tú, los nervios se disipan y se le quita importancia al momento.

Pero no deja de chirriarme esa forma de pasar por el altar. En Occidente estamos acostumbrados a que una boda sea una ocasión única, quizá no tan irrepetible como antaño, pero desde luego especial, en la que los contrayentes son los absolutos protagonistas de un acontecimiento decisivo en sus vidas, un momento romántico que recordar para la posteridad.

Estas bodas múltiples me recuerdan a las bendiciones multitudinarias que concede el Papa desde el balcón, urbi et orbe, en las que todos quedan perdonados de sus pecados sin necesidad de confesión individual, al menos por el tiempo que pase hasta que vuelvan a pecar, que será un rato después.
También me recuerdan, quizá un poco macabramente, a la bendición del sacerdote a la multitud que está a punto de perecer, en una guerra o un accidente, y para la que tampoco hay tiempo de acudir a la confesión. Como una extremaunción masiva.

Ya los bautizos dejaron hace tiempo de ser momentos únicos de un solo bebé para convertirse en un acontecimiento en el que muchos niños a la vez reciben las aguas bautismales. Las comuniones sí han sido siempre festejos llenos de muchos niños a la vez, pero con las bodas me sigue pareciendo extraño, como si fuera una fábrica de churros, o unos grandes almacenes que ofertaran la ganga del momento. He leído por ahí que el motivo de estas bodas colectivas es porque son gratuitas. Pero la ocasíón, sin duda, pierde solemnidad, ya no parece tan especial.
- Hace tiempo vi un programa en Digital + que me llamó mucho la atención. Se llama El cocinero global, y en el episodio que televisaban en ese momento un tal Fred viaja por diversas poblaciones de Senegal y se mezcla con la gente del lugar, para aprender a hacer platos típicos de allí, elaborados a base de pescado, verduras y arroz. Después él cocina una receta suya, también exótica, mango con caramelo y arroz, que tiene mucho éxito, a juzgar por la rapidez con que lo devoran todos.

En alguna ocasión Fred se ve obligado a comer algo que no le gusta, como ocurrió con un plato, un mejunje hecho a base de mijo cocido. En la mayoría de los poblados hay pocos medios de subsistencia, y sin embargo se ve a la gente contenta, bailan mientras están cocinando y cuando están comiendo tocan palmas y se mueven rítmicamente. La comida es una fiesta, un momento para reunirse y celebrar.

Fred visita también la ciudad. En ella no hay aceras ni asfalto, las casas se construyen sobre la arena. En una tienda se vende carne a la brasa con mostaza, algo que gusta mucho allí.

En todas partes se pone a hablar con los que se va encontrando, y al final consigue que lo inviten a una reunión gastronómica. Como es en un lugar algo lejano, tiene que viajar en un autobús, atestado de gente. Hay 80 personas al menos reunidas para comer, meditar y conversar. Las mujeres se ocupan en exclusiva de cocinar. Fred les hace preguntas, y ellas se ríen y le toman el pelo. Utilizan grandes trozos de pescado que sumergen en una salsa roja, en la que cuecen arroz, y lo acompañan con verduras.

Hay un gran contraste entre el intenso colorido de las vestimentas y turbantes de las mujeres y la comida que están preparando. En África todo es color.

Hasta en el tren con el que viaja a los poblados echa la cámara un vistazo al sitio donde se preparan los alimentos, un cuchitril con una cocina de gas y cacerolas desportilladas.

Están muy de moda los programas presentados por aventureros un poco locos que pretenden enseñarnos los rincones más recónditos de la Tierra, pero no había visto nunca uno en el que se centraran especialmente en su cultura culinaria. A pesar de la pobreza del país, las gentes de Senegal resultaron ser hospitalarias, ofrecían lo poco o mucho que tenían. Descubrir sus costumbres fue una aventura y un auténtico placer.

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