martes, 7 de agosto de 2012

La delicadeza


Siempre hay algún libro en verano que consigue cautivarnos y entretenernos por su lectura ligera y una trama original (sobre todo los que están impresos con letras grandes, algo que mi vista agradece). Así me ha pasado con La delicadeza, libro que me duró dos días de lectura y que consiguió sacarme de la estolidez de anteriores lecturas más pesadas y densas.

Y sabiendo que a la novela le corresponde, como ya va siendo habitual en cualquier éxito editorial, una película, no pude reprimir la necesidad de ir a ver el film, dirigido por el propio escritor del libro, en colaboración con su hermano, que vino a confirmar lo que suele suceder cuando se quiere trasladar un argumento literario al cine: nada puede mejorar lo que está escrito.
Sin embargo, aunque a la cinta le faltan muchos pequeños grandes detalles que sí aparecen en la novela, y aunque yo hubiera hecho otra elección de actores, la película destila la misma frescura que su correlato literario, un soplo de aire fresco que viene a renovar el saturado ambiente del cine comercial dominante. Y esa frescura nace, curiosamente, de una trama aparentemente anodina (la vida cotidiana en una oficina, con su burocracia y su rutina), de la que surge una emoción, un impulso vital que es perfectamente factible en la vida real, algo inesperado pero posible, tangible.

Pero es la forma como se desarrolla la acción lo que hace que el tiempo pase sin darnos cuenta mientras contemplamos la película, abstraídos en la peripecia existencial de unos seres en principio desafortunados que, contra todo pronóstico, consiguen sin embargo construir su propio paraíso.

La delicadeza es precisamente esa cualidad que todos deseamos encontrar en nuestra interacción con los demás, y sobre todo tratándose de amor. La delicadeza, esa palabra que da nombre a toda una historia, es la clave fundamental de la suma de los anhelos humanos: todos desamos ser tratados con suavidad, con consideración, con finura, con exquisitez si cabe. Hoy en día, en un mundo como el que vivimos, que puede llegar a ser tan frío, interesado, y cruel a veces, se echa de menos ese poco de delicadeza que parece que sólo nos atrevemos a mostrar en privado.

Quizá sea el peculiar estilo del cine francés, con sus dosis de cotidianeidad, melodrama y humor a partes iguales, lo que hace que todo lo que venga de aquel país resulte innovador e interesante. Lejos está aquel cine que hacía Truffaut, Cocteau o Jean Renoir, en blanco y negro, con sus dramas y sus tragedias, con sus complicadas tramas existenciales. Siempre que pienso en ellos me viene a la imaginación hombres con gabardina y un cigarrillo en la boca, calles lluviosas y grisis.

Ahora nos llegan historias que nos tocan el corazón con una mezcla de alegría, dulzura y complicidad. Los chicos del coro, Amelie, La guerra de los botones, Intocable, son sólo algunas de las recientes muestras de un cine europeo que parece querer desbancar al hasta ahora omnipotente cine americano.

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