Estoy viendo muy poco los Juegos Olímpicos en comparación con los últimos que hubo, que sí los seguí con mucha más atención. A veces, haciendo zapping, me encuentro con algunos saltos de altura, con algo de vóley playa, con wáter polo… Veo que los pódium han dejado de ser aquellas atalayas tan altas que parecían marcar la diferencia entre los seres humanos y los seres que, por mor de su propio talento y divinidad, habían pasado a formar partes de los inmortales. Las tarimas que hay bajo las pizarras en los institutos son más altas que esos pódium.
Pero la modalidad que sí consiguió durante bastante rato llamar mi atención fue la natación sincronizada en parejas. Me pregunté si existe esta modalidad para hombres, o quizá está mal visto que ellos levanten la pierna y hagan así con los brazos y las manos. En realidad es un ballet, una danza, demasiado rígida para mi gusto, porque los movimientos son bruscos y excesivamente rápidos. En realidad no hay mucho lugar para la feminidad. Prefiero la natación sincronizada de hace décadas, en la que las progresiones eran elegantes y armoniosas.
Lo cierto es que son prodigiosos los efectos que consiguen hacer estas nadadoras, esa forma de salir del agua con tanta fuerza, hasta más abajo de la cintura, o de ponerse cabeza abajo hasta sacar casi todo el resto del cuerpo fuera del agua, esos saltos fantásticos, esas figuras con los brazos y las piernas.
Me fijé en los bañadores, bastante horrendos casi todos, a excepción de las argentinas, hermanas gemelas según la locutora (antigua nadadora de esa especialidad), aunque una era más alta que la otra. Sus trajes de baño, dorados y negros, y el tocado del pelo a juego, me parecieron muy elegantes. Pero una de ellas cometió un error al levantar la pierna en un momento dado, sumergidas boca abajo como estaban, y tuvieron una de las puntuaciones más bajas. Cogidas de la cintura, aguardaron como era de rigor la decisión del jurado, que confirmó sus sospechas. La autora del desastre a duras penas podía contener las lágrimas.
Qué momentos tan tremendos. Como decía la locutora, cuántos meses de ensayos en los que saldrían muchas veces las cosas perfectas, y en un suspiro se va todo al traste, las ilusiones, el esfuerzo, hasta la propia estima. En unas Olimpiadas se exige ante todo perfección, pero de una manera casi irracional: el cuerpo humano no es una máquina programada para comportarse siempre de la misma manera. Y esa exigencia ciega, absoluta, en la que la humanidad brilla completamente por su ausencia, esa intransigencia tiránica, despótica diría yo, me produce una sensación de profundo desagrado y una tristeza.
Las norteamericanas, con sus bañadores tan blancos salpicados de extraños dibujos multicolores, se comportaron de forma triunfal en todo momento, cómodas en sus roles, con la seguridad que da representar a un país que es el dueño del mundo. Sus sonrisas permanentes no parecían congeladas en sus bocas. Tenían ese aire olímpico, que es como si formara parte de la puesta en escena del espectáculo, que consiste en barbillas alzadas y puntiagudas, ojos entornados y sonrisa Profidén o muy serias. Pero ese aspecto orgulloso y autocomplaciente sin duda sirve de mucho a un deportista a la hora de autoconvencerse de su potencial. No es sólo una preparación física, es también un entrenamiento mental.
Las chinas, siempre tan menudas y femeninas, ejecutaban su ejercicio con la precisión que les es legendaria a los de su país. Pensé por qué no había nadadoras negras en esta modalidad, pero hace poco leí algo que me resolvió la duda: la densidad ósea de la raza negra es diferente a la de la raza blanca, y les impide flotar con facilidad. Así como la raza negra tiene una musculatura más fibrosa y potente que la de la raza blanca, que les permite conseguir récords en la mayoría de las modalidades, en este otro aspecto ellos juegan con desventaja.
A mí lo que me encantó fue la inauguración de los Juegos, que la vi estando todavía en la playa. Esa broma que simulaba nada menos que a la reina de Inglaterra que se tiraba de un avión en paracaídas sobre el estadio olímpico, y el resto del espectáculo, muy original, hasta la culminación del encendido de la antorcha, con un sistema que jamás había visto antes y que me pareció un derroche de imaginación. El desfile de los distintos países participantes ponía en evidencia la situación de cada uno: Guinea, entre otros, apenas contaba con deportistas entre sus filas, y la seriedad de sus semblantes consternaba. En un reportaje del telediario días después se veía a uno de ellos aprendiendo en Internet nuevas técnicas que luego aplicaría a los entrenamientos, pues según dijo no disponen de dinero suficiente para contratar a un entrenador.
En cambio la delegación española era kilométrica, algo que me sorprendió muchísimo, pues se supone que estamos en tiempos de crisis y de recortes.
No tengo ni idea de cuántas medallas llevamos ganadas ni en qué, pero como se ha dicho siempre, lo importante es participar.
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