Estaba esperando yo el tan anunciado fin del mundo esta mañana, más que nada por no tener que madrugar y dar rienda suelta a la rutina de siempre, pues llegados al viernes se acumula el cansancio de toda la semana. Miré por la ventana y vi el cielo nublado como estos días atrás, y la oscuridad, que me sienta tan mal en los días de invierno: parece que te acuestas de noche y aún es de noche cuando te levantas.
Con las redes sociales estamos llegando a una situación casi de paxorismo colectivo. Cualquier demanda, noticia o elucubración se propaga como un incendio por el bosque de los mortales. El ser humano, tan proclive a la superstición y el fanatismo, se deja llevar fácilmente por la creencia ciega en todo tipo de desastres inminentes que pondrán fin a nuestra especie. Tanto morbo resulta ya preocupante: a qué persona en su sano juicio se le ocurriría recrearse masoquistamente en su propia extinción.
Y todo porque La Tierra pasa por el Cinturón de Fotones una vez cada 10 u 11 mil años, período en el que se supone que reinará la oscuridad. De momento sigue nublado, como días atrás, no sé si por la boina de contaminación o por una borrasca que se cierne sobre nosotros. O porque se nos aproxima el cometa Elenin (me gustaría saber quién es el que elige los nombres a los objetos astrales y a los fenómenos huracanados), que a gran velocidad ha llegado hasta nosotros, desintegrándose poco a poco en el intento, y por lo visto las suspicacias provienen del hecho de que hoy se alinee con nosotros y el Sol.
En fin, que no nos faltan amenazas. Pero nada comparado con lo que vi en un reportaje que puso ayer mi hijo en televisión, en el que se hablaba de 3 mundos que ya hemos vivido y un 4º mundo, que es el que ahora se supone que nos sobreviene. El 1º mundo acabó con fuego (enorme meteoro que generó un cataclismo al chocar con nuestro planeta), el 2º con hielo (el periodo glacial), y el 3º con agua (el diluvio). Ahora se barajaban muchas posibilidades para dar el pepinazo: que nos tragara un agujero negro, que volviera a chocar con nosotros otro meteoro, que nos fría una llamarada solar o que reviente la propia Tierra por un brusco cambio de los polos magnéticos.
Casi prefiero que el fin del mundo se produzca como preconizaban en el Antiguo Testamento, la llegada de cuatro jinetes apocalípticos resulta menos aterradora en comparación con todas las catástrofes anteriormente mencionadas. Pero nadie se acuerda de ellos, prefieren hablar de invasiones extraterrestres, y señalan unas extrañas figuras y dibujos aparecidos en unos relieves mayas que tenían formas que recordaban a los astronautas o a seres de otros mundos.
Los mayas hablaban de la llegada de sus dioses, que no sé cuáles serían, bastante feos y amenazadores todos ellos, y aunque respeto enormemente las tradiciones y culturas antiguas, me cuesta tenerles respeto habida cuenta de que, aunque fueron muy sabios, también fueron extraordinariamente sanguinarios, lo cual aminora a mis ojos su capacidad de raciocinio y de prever el futuro.
Porque quién puede saber lo que nos va a pasar el día de mañana salvo Dios. Jugamos a ser dioses, a dominar el mundo, a pronosticar hechos que aún no han tenido lugar. Por qué las profecías son siempre funestas, puestos a adivinar lo que nos sucederá ya podrían decir cosas buenas para variar. Aunque a lo mejor a la gente le impresiona o le interesan más los desastres.
Hoy está claro que no va a ser el día, o quizá sí que aún no ha acabado. Esta mañana, al ir al trabajo, apenas había público en el autobús, ni tampoco atascos de tráfico. Pensé que mucha gente se habría tomado ya las vacaciones de Navidad, o quizá fuera el efecto de la enésima huelga de transportes con que se nos castiga, pero luego pensé que pudiera ser que muchos hubieran decidido refugiarse en sus casas a la espera de un peligro casi seguro, tal es la sugestión. Me cuesta creer que en el siglo XXI podamos ser todavía tan ignorantes e infantiles, pero debe ser así.
Creo que lo vamos a dejar para otro día.
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