martes, 12 de agosto de 2014

La última semana de vacaciones

 
Después de haber pasado una semana en Tenerife con mi hija Ana, como se nos hizo poco fui con ella y con su hermano a Benidorm a pasar otra semana, la última de julio,  con mi familia.
Este año habían alquilado un piso en la planta 14 de una torre de 16 alturas. Era un poco más pequeño que el de años anteriores, pero tenía ascensor, que para mi madre es indispensable, y comodidades a las que hasta entonces no estábamos acostumbrados.
La verdad es que para ser un alquiler de verano estaba muy bien equipado: horno y microondas, lavavajillas, persiana eléctrica en la terraza, piscina. Normalmente la gente amuebla este tipo de sitios con lo que tienen en desuso. Aquí todo tenía sus años pero estaba bien conservado, decorado con mucho gusto. El gran tresillo del salón, en tonos verde pálido, hacía juego con otras piezas diseminadas alrededor. Una multitud de pequeños cojines multicolores realzaba el conjunto. Mesas de hierro y cristal, librería blanca llena de libros. Jarrones y figuras decorativas exóticas y curiosas. Dos baños de mármol con espejo encastrado. Paredes enteladas y suelos de mármol también.
Desde la gran terraza, rodeada de una balaustrada que recordaba la cubierta de un barco, había unas vistas maravillosas. El inmenso mar azul se abría ante nosotros como si fuera a tragarnos, y la arena de la playa se extendía limpia y clara tachonada de infinidad de pequeñas dunas. De noche el espectáculo de las luces de los edificios que, como en un Nueva York increíblemente tranquilo, relucían sin estridencias desde las torres lejanas. La iluminación del hotel Bali, que no sé si seguirá siendo el más alto de Europa, se apagaban justo a las 12 de la noche, empezando poco a poco desde los pisos inferiores, en tramos de  4 alturas, hasta llegar a la parte más alta y estrecha, que se oscurecía de golpe. Ya no exhibe cambiantes luminiscencias de colores, como hacía cuando se inauguró, para impresionar.
Sobre una de las paredes de la terraza había dibujadas tres columnas de señales colocadas a diferentes alturas con una fecha escrita al lado de cada señal y un nombre masculino debajo de cada columna. Son las típicas muescas que se ponen en la pared para comprobar los progresos en el crecimiento de los niños. También había un par de sillas de mimbre pequeñas en el salón y una carpeta con dibujos infantiles, en los que el mar y las sirenas tenían un papel predominante. Dedujimos que en la casa había habido 3 peques, hacía por lo menos 10 años a juzgar por las fechas. No sería extraño que sus habitantes hubieran decidido irse a otro lugar a veranear después de que construyeran las carreteras que hay detrás del edificio, que tienen un ruido constante de día y de noche que impide dormir, dejando la vivienda sólo para alquiler de verano.
Alguna vez bajamos a la piscina del complejo, esa piscina tan azul que miraba siendo niña desde unos edificios aledaños en los que por entonces pasábamos las vacaciones. Quién me iba a decir que con los años terminaría utilizándola. Anita, mi hija, le dio buen uso, pues iba con frecuencia a hacerse sus selfies allí.
Vi a mis padres tranquilos de una manera como no habían estado en mucho tiempo. Será el invierno tan duro que hemos tenido, con la operación de mi madre y sus dos ingresos hospitalarios, que los ha dejado aplacados. Puede que ahora valoren más lo que tienen. Mi hermana y mi cuñado necesitaban las vacaciones más que nadie y en esa última semana en la que estuvimos con ellos se notaban los efectos benéficos del descanso. Mi tía lucía un moreno tropical, como es habitual en ella, y pasaba las mañanas charlando con mi madre en la playa.
Aunque no se puede obviar el hecho de que, en los 40 años que llevo veraneando allí, las cosas han cambiado mucho. Ya no son mis ojos los mismos, ni mi corazón. Siento con nitidez las emociones y la ilusión que entonces tenía, pero soy consciente de que mis circunstancias y mi edad son otras. Difícil es, sino imposible, encontrarse del mismo modo en todas las épocas de nuestra vida. Una semana fue poco para dejarse invadir por el ambiente que en Benidorm se respira y conseguir desconectar de las costumbres y las preocupaciones de siempre, pero lo suficiente como para evocar, como suelo hacer sin que pueda evitarlo, todos los recuerdos del tiempo que he pasado allí. Para todos los que pasen sus vacaciones en el mismo sitio desde hace décadas, ese lugar se habrá convertido en una 2ª casa, una especie de refugio, y formará parte de su alma con un vínculo sentimental imposible de romper.
Tal es así que me descubrí fantaseando con la posibilidad de comprar un apartamento, yo que no tengo nada, ni siquiera la casa en la que vivo. Pero mis preferencias son modestas: no necesito los lujos de los que he disfrutado en los 2 últimos apartamentos por los que he pasado, tan sólo la sencillez y la paz de unos que ocupamos durante mucho tiempo, cerca de los actuales. Quizá fuera porque su disposición es ideal, o quizá porque coincidió con etapas muy buenas de nuestra vida, el caso es que siento que es el único lugar en el que podría sentirme realmente a gusto y que no me importaría poseer.
Las fotos del único que he visto que se vende  en ese edificio están en internet, y me gusta mirarlas de vez en cuando para seguir fantaseando. No tiene la apariencia de aquellos que ocupamos en su momento, porque está decorado de otra manera y reformado, pero su distribución es la misma: una habitación con dos camas, el baño, el pequeño salón con un receptáculo en un lado que es la cocina, y la terraza. Calculo lo que me puede costar al mes teniendo en cuenta el precio. Todo allí es caro. Una hipoteca es una cruz que hay que llevar sobre los hombros el resto de tu vida. En fin, ya se verá.
 
Permanece en mi retina el azul oscuro del mar que se veía desde la terraza del altísimo piso que ocupamos este año, y el verde claro, transparente, del agua cerca de la orilla. A esa altura, las gaviotas planeaban, suspendido su vuelo en el aire por un instante, mientras oteaban el horizonte. Son fascinantes las capacidades de algunos animales, y que sólo los humanos hemos podido emular artificialmente. Quién pudiera contemplar el mundo desde esa posición, con esa armonía y esa seguridad. Cuánta belleza. 


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