Por fin he podido acceder a mi blog al que, como todos los veranos, tengo problemas para entrar siempre que llevo un tiempo sin escribir, normalmente coincidiendo con mis vacaciones de verano. Por más que expuse mi problema en los foros de usuarios no di con la clave de la cuestión, y me tuve que conformar con esperar el milagro, mientras me ardía la pluma, deseosa de empezar de nuevo a lanzar palabras a ese espacio infinito que es Internet. Algún día los que administran Blogger explicarán el por qué de todos estos descalabros. Será la informática en general, que es un eterno misterio para mí.
El fin de mis desdichas literarias, como intuí que pasaría, vino al acceder desde otro ordenador. El portátil de casa está hecho una pena, y desde el trabajo no podía meterme porque me he cambiado nuevamente de ministerio y han tardado un tiempo en tener disponible el sistema informático en mi nuevo puesto. Desde él parece que se acabaron las complicaciones, de momento.
El despacho en el que me encuentro ahora nada tiene que ver con otros que he dejado atrás. Luminoso, ventilado y refrigerado, silencioso, con la fragancia al agua fresca de colonia que una de mis compañeras pulveriza con un fru-frú que hay siempre sobre su mesa para dar buen ambiente, es como estar en un pequeño paraíso en medio de la mugre general de la Administración, en la que los buenos sitios suelen estar reservados a los jefes. Cosas como las que he mencionado antes, que parecen nimias, son para mí importantes, pues en un lugar como el centro de trabajo donde se pasan tantas horas un mínimo de salubridad no creo que sea pedir mucho.
¿Y sobre qué se me ocurre escribir? Sobre la tierna edad, por ejemplo. He cumplido 48 años a finales del mes pasado y lo he celebrado con una indiferencia de la que nunca llegué a creerme capaz. Al contrario que hace unos pocos años, que se me hizo un mundo, ahora sin embargo ya no le doy importancia. Es cierto que el paso de los años se notan en las molestias de salud, pero en mi caso en lo que más lo percibo es en la actitud de los demás. Cada vez más gente me llama señora cuando me atienden en un sitio, y si algún treinteañero quiere flirtear comigo, ya que debo tener puesto en la frente el cartel de "me gustan jóvenes", reclamo ineludible, no tarda en hacer alusión a su madre.
Comentaba precisamente hace poco en un blog que sigo, cuando trataron este tema, que "puede que la edad sea una actitud mental, y eso contribuye a que el resto del cuerpo se conserve vigoroso. Yo cuando cumplí 43, hace casi 5 años, me pareció que de repente se me venía le vejez encima, lo encontré una cifra tremenda, no sé por qué. Se supone que debemos estar agradecidos porque la hemos contado, pues muchos se quedan antes por el camino, pero no deja de producirme cierto desaliento y estupor el hecho de envejecer, cuando no desasosiego. Hasta ahora era sólo espectadora, ahora soy protagonista de esa película de ancianidad que veía en los demás, o al menos en sus comienzos. Qué vendrá después..."
Y para colmo escuchaba el otro día en un programa humorístico de televisión que suelo seguir que cuando se cumplen años "o te atocinas o te amojamas". Lo decía con mucha gracia Ramón Arangüena, ese periodista y humorista que tiene cara de pánfilo pero que posee un gran ingenio, y que ya es cincuentón (cómo pasa el tiempo... para todos).
Será la transformación que sufrimos en este proceso, que escapa a nuestro control, o quizá el instinto de conservación lo que hace que temamos la vejez, porque significa la proximidad del fin, aunque sea ley de vida. Hay leyes que tenemos que acatar pero para las que no cabe la resignación. Habrá que dejarse llevar, fluir como decía Bruce Lee, ser como el agua, transparente, moldeable, fresca...
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