No
puedo quitarme de la cabeza a Robin Williams, después de lo que le pasó.
Transcurren los días y no dejan de surgir especulaciones sobre su muerte. Es
curioso que después de colaborar tanto tiempo con la fundación para los
enfermos de Párkison, creada por su amigo Michael J. Fox, que como todo el
mundo sabe padece esta enfermedad, terminara él mismo desarrollándola. Quizá,
al haber visto sus devastadores efectos tan de cerca, su miedo fuera aún mayor
cuando supo que él también la tenía.
He
leído en un reportaje hace poco que las personas con trastornos depresivos
prolongados triplican la posibilidad de tener Párkison. Ese debió ser su caso.
También leí la opinión de alguien conocido, no recuerdo quién, que aseguraba
que la combinación de antidepresivos y medicación para el Párkison era mortal
porque produce ideas delirantes y pensamientos suicidas. Puede que Robin
Williams fuera víctima de esta desgraciada casualidad sin saberlo.
Llama
la atención que consiguiera engañar tan bien a todo el mundo, aunque al ser
actor tampoco es tan impensable. Había estado hablando de proyectos de trabajo
unas horas antes y, aunque se le veía triste, a nadie le extrañó al ser algo
habitual en él últimamente. Quizá fue un momento de pánico, de frustración, uno
de esos vértigos que dan a veces en los que de repente el mundo parece ponerse
cabeza abajo, y es mejor que no te encuentre solo cuando haya que afrontarlos.
Pero él lo estaba cuando le sucedió, ya que tampoco iba a estar vigilado las 24 horas
como si fuera un presidiario.
Que
fuese una racha pasajera que podía haber superado si la hubiera dejado pasar, o
que fuese algo largamente deseado y planificado, lo cierto es que Robin se
lleva sus motivos y sus deseos a la tumba, pues no dejó ni una nota. Me imagino
lo difícil que debe ser, llegado el momento, escribir algo así, intentando justificarte, o
despedirte. No hay palabras que puedan expresar lo que uno debe sentir en un
trance semejante, es algo superior a tí. Mejor irse y dejarlo estar. Al fin y
al cabo es una decisión absolutamente personal, y bastante tiene el que la toma
como para demorarse en otras cosas.
Hay
quienes han querido atribuir al tema económico el motivo del suicidio. Hace dos
años había intentado vender una magnífica finca con viñas en un sitio
precioso, cerca de California. Una mansión enorme con un montón de
habitaciones, cientos de hectáreas verdes, bodega, cultivos, en fin, el
capricho del que está acostumbrado a vivir bien. Dijo que tenía que pagar las
costosas pensiones de sus ex mujeres, y que las mujeres “te tocan el corazón tocándote la
cartera”, refiriéndose a la típica venganza de las que fueron
esposas cuando llega un divorcio. En fin, que el tren de vida que estaba acostumbrado a llevar ya no era
el que solía.
En fin que, como se suele decir, no se puede juzgar lo que otros hacen porque para eso habría que caminar con sus zapatos. Todos tenemos nuestras razones, nuestro bagaje vital, diferente en cada persona, una mente y una personalidad únicos.
En fin que, como se suele decir, no se puede juzgar lo que otros hacen porque para eso habría que caminar con sus zapatos. Todos tenemos nuestras razones, nuestro bagaje vital, diferente en cada persona, una mente y una personalidad únicos.
Sus
cenizas se confunden ahora con el infinito mar, a donde fueron esparcidas.
Todas sus incógnitas, sus incertidumbres, sus miedos, quedan eclipsados por sus
logros, sus premios, su talento y su ingente trabajo, que es por lo que
realmente se lo recordará. Robin Williams era un hombre de todo o nada, y así
fue hasta el final.
“Todos
necesitamos ser aceptados, pero deben entender que sus convicciones son suyas,
les pertenecen (…) aunque toda la manada diga: ¡no está bien! Robert Frost dijo:
dos caminos divergen en un bosque, y yo tomé el menos transitado de los dos, y
aquello fue lo que cambió todo. Quiero que encuentren su propio camino”.
Robin
Williams como el profesor John Keating en El club de los poetas muertos.
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