jueves, 21 de agosto de 2014

Tenerife (I)

 
Canarias parecía ser el siguiente paso en mi afán por ampliar horizontes en vacaciones. El año anterior habían sido las Baleares y su Ibiza, y este año, siguiendo los consejos de la amiga que me recomienda sitios y hoteles, fue Tenerife sur, en la costa Adeje.
Y allá que fui con Ana, mi hija, la 2ª semana de julio. Debo decir que si hubo un inconveniente en este viaje fue que desde el primer momento que pusimos el pie en el aeropuerto los hombres no dejaron de fijarse en ella. No es extraño puesto que se ha convertido en una hermosa  mujercita.
Nos alojamos en un aparthotel a 50 metros de la playa. Se llegaba a él por un paseo en cuesta jalonado a ambos lados por unas palmeras increíblemente altas, con un tronco delgado y muy frondosas en la copa. Como cogí una oferta de vuelo y alojamiento la habitación era mala, pero al tercer día nos pudieron cambiar a una mejor por un poco más de dinero. Desde la terraza se veía todo el complejo, con varias piscinas muy azules, zona de chiringuito con techo azul, puesto todo con muy buen gusto, y a un lado el mar. Me gustó mucho cómo estaba decorado el apartamento, pintado en un tono vainilla con techos blancos y adornos, tapicería y colchas en azul cobalto. En el dormitorio había un armario empotrado blanco con puertas de rejilla y ventilador en el techo. Era muy acogedor.
El comedor, muy grande, tenía vigas de madera en el techo y lámparas art decó colgando o sobre las mesas que estaban junto a los ventanales, que daban a una zona al aire libre con mesas en las que también se podía desayunar o comer. Era el sitio a donde íbamos Anita y yo por las noches, después de cenar, porque se estaba fresco y tranquilo. Tenía sillones de rincón muy confortables estilo ibicenco, y unas tumbonas acolchadas en blanco rodeadas por un dosel con cortinas de gasa.
Todas las noches había espectáculo en la sala de fiestas, que estaba allí al lado. Un día actuaron dos chicas vestidas al estilo árabe, que danzaron la danza de los 7 velos y algunas cosas más. Pero el que más nos llamó la atención fue la actuación de una pareja que bailaba flamenco y se cambiaba constantemente de ropa: de pronto desaparecía uno y la otra se quedaba bailando en el centro de la pista hasta que llegaba el compañero que le suplía para irse a cambiar también. Cuando estaban juntos hacían un conjunto bonito. Él era sarasa, pero bailaba con mucha garra. Sonaban diferentes tipos de música flamenca, pero la que más me gustó fue una zambra para la que el hombre se había pertrechado de una gran capa negra con la que hacía florituras en el aire y hasta unos pases toreros como si fuera un capote, que iban muy bien con la melodía que sonaba de fondo, y un amago como de entrar a matar levantando un brazo, cerrando el puño y dejando dos dedos dirigidos hacia abajo, como si clavara el estoque. Ella estuvo muy bien con un cajón flamenco sobre el que se sentó muy espatarrada y al que arrancó acordes acústicos que eran como latidos del corazón pero a lo bestia. Pequeña, con la flor colgando un poco al desgaire a un lado de su cabellera negra recogida en un moño, le echaba mucha pasión a su arte.
El primer día y el último fuimos a la playa que estaba un poco más retirada, Torviscas. Nunca había visto una arena tan oscura, que se mezclada con otra blanquecina. Era áspera y cuando se pegaba al cuerpo o a la ropa lucía escandalosa, como manchas negras, pero se desprendía con gran facilidad, de forma que nunca ensuciamos el apartamento con ella. En la orilla la humedad le confería un tacto como de cuero oscuro y brillante en el que nunca se hundían los pies. El agua, yo no lo sabía, estaba fría, pero al cabo de un rato te acostumbrabas, no así Anita, que se estaba muy poco tiempo a remojo porque le desagradaba. A lo lejos, en un lado de la playa, había unas rocas que se medio sumergían con la llegada de las olas, y donde la gente a veces se subía. Yo me aproximé un día,  pero al notar el agua aún más fría y fuertes corrientes desistí, no fuera que en lugar de subirme a ellas lo único que consiguiera fuera a desollarme viva.
Desde una caseta con mostradores oíamos la voz profunda de un nativo canario que impartía instrucciones a varios empleados distribuidos por varias playas con la misión de alquilar motos de agua, gusanos locos (flotador grande y alargado tirado por una lancha a gran velocidad, y sobre el que los turistas se montaban armados con chalecos salvavidas), y otras muchas atracciones acuáticas. Se enfadaba mucho cuando las cosas no seguían el ritmo debido, y pude comprobar que la dulzura y parsimonia del carácter canario son un mito, porque viendo a otros nativos después cómo se comportaban comprobé que tienen mal genio y se exasperan con facilidad. La única excepción fue uno de los recepcionistas del apartotel, que era sarasa, y que no dejaba nunca de reir y decir cosas agradables. A un grupo de alemanes cuarentones, altos y fuertes, los recibió encantado con un "¡Qué tal ragazzis!". Tenía ese sentido del humor chispeante, dulce y burlón de ciertos homosexuales. Nos decía que le encantaba charlar con nosotras y otras muchas lindezas dichas afectuosamente. Tenía los ojos muy azules, rasgo común a muchos nativos que, por morenos que fueran, lucían ojos de un azul muy claro. Cuando nos fuimos no quería dejarnos marchar. Nos hacía reir mucho con sus bromas.
Playa de La Pinta
Otro día fuimos a la playa más cercana, La Pinta. Allí todo tenía nombres que recordaban a Colón. La cadena de apartoteles en los que nos alojábamos llevaban los nombres de las carabelas, y muchas tiendas y hasta el puerto deportivo se llamaban como el conquistador. Buscando en internet he visto que, efectivamente, Canarias fue el lugar elegido por él para acondicionar sus naves y conseguir avituallamiento. Su huella ha quedado allí por todas partes.
Esta playa era una pequeña cala con una arena más clara y suave. Había rocas en algunos lados en el agua, y cuando nadábamos Ana se asustaba porque le parecían monstruos que permanecían agazapados en el fondo dispuestos a atacarla. Está acostumbrada a fondos diáfanos, y a las algas como mucho, que allí no vi, quizá porque las tormentas son muy fuertes y acaban con ellas. Esta cala estaba cerrada por una línea de boyas que la separaban del puerto náutico, desde el que salían y entraban continuamente embarcaciones. Impresionaba especialmente un catamarán enorme, con los palos llenos de banderitas de todas las nacionalidades, que se movía majestuoso enfilando la bocana del puerto. A pesar de este trasiego no se veía ni rastro de suciedad, ni basuras ni manchas de aceite, nada. Frente a la playa flotaba un conjunto hinchable de colchones y toboganes, al que quise subir hasta que alguien me dió un silbatazo y me preguntó si había pagado. Me disculpé al no saber que había que hacer tal cosa, y cuando quise mirar a un lado Anita, que me acompañaba, había salido pitando, nadando a una velocidad de la que no le creía capaz, hasta casi encontrarse en la orilla, que estaba distante. La vergüenza había sido el motor de su veloz huida, y sobre esto hablamos, pues es una sensación que no es igual para todos. A ella, por ejemplo, no le importa que le llamen la atención una profesora cuando está en clase, pero no soporta verse puesta en evidencia por desconocidos. A mí, sin embargo, me pasa todo lo contrario, me horroriza que me suceda eso en clase o en el trabajo, pero con un desconocido no me lo tomo a mal porque es eso precisamente, alguien que no conozco, y su opinión no me importa en absoluto, incluso tampoco la de algunos conocidos.
Una mañana hicimos una excursión en un catamarán para ver a los delfines y las ballenas. Era pequeño, y la única zona atoldada estaba reservada para los empleados, por lo que me achicharré viva, se me peló hasta la raya del pelo. Ya desde el momento de zarpar 3 de ellos se dedicaron a timarse con Ana y ella, encantada de haberse conocido, les dio conversación. Uno de ellos se la llevó al final de la embarcación con el pretexto de fumar sin molestar. Miré con envidia a una señora extranjera que iba con sus 2 hijas, una de ellas de la edad de Ana, que no fue molestada en ningún momento. Me sorprendió Anita en su desenvoltura con el sexo opuesto, pues yo la sabía muy natural pero no tanto. Desde que fue consciente de su atractivo se siente muy orgullosa del poder que puede ejercer sobre lo masculino, alimenta su vanidad, la hace sentirse mayor, poderosa, aunque en el fondo siga siendo muy inocente para muchas cosas. Ella no va a ligar si no charlar un rato, intercambiar impresiones, y cree que ellos tienen la misma intención. Verme ignorada me pareció una falta de respeto, no tanto por mi hija, que es una cría y sólo quiere divertirse, como por parte de ellos, a los que se veía aburridos de hacer siempre lo mismo y querían salir de sus rutinas. Era evidente que no sabían la edad de Ana, porque no creo que se hubieran atrevido a flirtear con ella. El único que se supo comportar fue el que llevaba el timón, no sé si porque tenía dos dedos de frente o porque no podía abandonar su puesto como los demás. Ya pasó algo así el año pasado en el ferry de Ibiza. Está visto que los lugareños no tienen otra cosa que hacer, y a mí me aburren. Lo único bueno fue que anclamos cerca de una playa y nos pudimos dar un chapuzón durante media hora. Al regresar los tripulantes daban de comer a las gaviotas lanzándoles trozos de pan al aire, que cogían al vuelo, quizá para suavizar la imagen que habían estado mostrando, todo muy ecológico.
Los delfines se veían acosados por varias embarcaciones que, como nosotros, les cercábamos en cuanto se asomaban un poco. Debían estar más que hartos de tanto turista. Por supuesto, no daban espectaculares saltos en el aire muy contentos, como pasa en las películas, pero sí hacían vibrar la cola, algo para lo que, según nos dijeron, no hay explicación. Nos comentaron que en libertad vivían 45 años y en cautividad 26. No me extrañó, qué horror. Ya en alta mar avistamos ballenas, que eran de una especie pequeña, pues los machos medía 7,5 metros y las hembras 5. Tenían una aleta en la cabeza que las asemejaban a los delfines, lo mismo que por su tamaño y color. Igual que éstos, también se vieron molestadas por multitud de embarcaciones. Nos contaron que se alimentaban de pulpos gigantes, que miden hasta 12 metros (el tamaño del catamarán en el que íbamos), y viven a partir de los 2000 metros de profundidad, a donde bajan, los atrapan y suben rápidamente a la superficie para que mueran por efecto de la descompresión. La profundidad de las aguas entre unas islas y otras es muy grande, unos 3500 metros. Mi ilusión habría sido ver ballenas como las que aparecen en televisión, enormes, negras, soltando grandes chorros de agua y vapor y dando algún que otro gran salto de los que hacen levantar pequeños oleajes. Tendré que irme a otras latitudes para contemplar eso.
Si algo me llamó la atención desde el primer momento de Tenerife fue la fisonomía de sus montañas, laderas muy escarpadas que se estrechaban bruscamente en la cumbre, cubiertas por una vegetación pardusca. Rocas enormes y negras dividían unas playas de otras. Me imaginaba cómo debía haber sido la formación de las islas en tiempos remotos, tremendas explosiones volcánicas y un conjunto de lava, gases y fuego emergiendo del océano hasta alcanzar la configuración actual.
Teide
Otra excursión que hicimos fue en autocar, a las inmediaciones del Teide, que es parque nacional, y por todo el norte de la isla. Empezamos haciendo una parada en un bar de carretera donde degustamos el barraquito, típico café canario hecho a base de leche, leche condensada, café, canela, limón y licor. Era muy suave y dulce.
Ya cerca del Teide me sorprendió el volcán porque creía que sería gigantesco, puesto que es uno de los más altos del mundo, pero por lo visto se empieza a contar su altitud a nivel del mar, por lo que lo que allí se ve es sólo la parte más alta. El paisaje en torno era casi fantasmal, enormes extensiones de tierra cubierta por formaciones rocosas negras y brillantes que las hacían intransitables. Me recordaban a los churritos que se hacen a la orilla del mar, esos montones de barro que se deja chorrear de las manos para formar montañas como los edificios de Gaudí.
Por todas partes se veían lagartos, de los que se asustaba todo el mundo. Hasta Anita, que se colocó sobre una roca para que le hiciera una foto, me apremió para que no tardara por si aparecía alguno. A mí me parecen inofensivos, tienen más miedo ellos de nosotros que al revés, en cuanto alguien se acercaba se escondían. También había muchas mariposas cleopatra, que son típicas de Canarias, y son bellísimas.



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