Me encantó el capítulo del
Masterchef infantil que cogí el otro día haciendo zapping. Ver cocinar a los
niños es algo que me resulta muy sorprendente. Por supuesto les ponían
batidoras y mezcladoras cubiertas con cristal y muchas recetas al horno, más que
de fogones, para evitar accidentes, y más con los nervios que acompañan a todo concurso.
Pero lo que más me llamó la
atención fue la delicadeza con la que los 3 jueces del programa, reputados
cocineros dueños de negocios florecientes, trataban a todos los niños. Pequeños
de 11 ó 12 años de todas las razas imaginables, residentes en
EE.UU., competían por ser el que más imaginación le echara a los platos, el que
confeccionara las recetas más apetitosas, la tarta más bonita y original, el
bocado delicioso que, visto una vez preparado, nadie hubiera dicho que no
estaba hecho por un adulto.
Acostumbrada a ver a los chefs
maltratando a los concursantes en el Masterchef de mayores, me chocaba verlos
ahora acercarse a alguno de los niños si lo veían en apuros, al borde del
llanto, angustiados porque algo no les saliera bien o porque les faltaba el
tiempo, intentaod darles ánimo o ayudándolos incluso. Tienen una mano increíble para la gente menuda, nunca lo hubiera
imaginado con la caña que les dan a los mayores, tan agresivos
que terminas pensando que son crueles y retorcidos, rebuscando todo el rato en su
mente la prueba más complicada para ponerlos a todos en un brete. Me llamó la
atención especialmente el que es calvo y tiene el carácter más
avinagrado. En esta ocasión fue el más dulce de todos con los peques, se puso a
su nivel con suma facilidad, les entendía perfectamente y tenía la palabra
precisa en cada momento.
El niño al que aludo, el 3º por la izquierda |
Y los niños, qué diferentes a
nosotros. A uno que era un poco rellenito y que destacaba sobre los otros, una
de las niñas, rubita y preciosa pero también un poco maligna, le había
encomendado una receta de algo que sabía que no le saldría bien. El niño, rojo
por el apuro y la angustia, intentando a duras penas contener las lágrimas, aún tuvo
que soportar cómo uno de los chefs le insinuaba lo contenta que se pondría la
niña viéndole perder. Él, con la nobleza y la ingenuidad que caracteriza a los
más pequeños, contestó como una persona mayor que él estaba en ese momento a lo suyo
y que lo único que le preocupaba era salir adelante de aquel lío. Le salió
tan espontáneamente que le aplaudí en mi fuero interno por lo impresionante y conmovedor que me pareció.
La rubita peligrosa |
Pero la sombra de la duda había
sido introducida en su cabeza, él desconocía que nadie tuviera nada en su
contra, y de vez en cuando, apesadumbrado, miraba hacia donde estaba la niña,
en el piso superior contemplándolos a todos apoyada en una barandilla, con sonrisa
maliciosa, más guapa que nunca, chupando de una pajita un batido, exenta de la prueba por haber ganado la
anterior y decidiendo cuál sería la siguiente, como una pequeña diosa que jugara con el destino de todos aquellos pequeños
infelices que habían osado retarla.
“Creo que ella estaba en lo cierto si
pensaba que este plato me saldría mal”, declaraba el desconsolado niño a uno de los chefs terminado
el suplicio. Con el dorso de una mano se limpiaba lágrimas furtivas que
asomaban por el rabillo del ojo. Sentí que su pena no era tanto por la
posibilidad de ser eliminado, que más bien le producía temor, sino por el hecho
de haberse defraudado a sí mismo y a los que esperaran tanto de él. Era una
cuestión de amor propio, de orgullo casi profesional.
En aquel capítulo no fue él el
eliminado, a pesar de todo, pues los jueces vieron en él grandes posibilidades
y un tropiezo no significaba nada. Lo fueron dos niñas que salieron llorosas de
allí, y eso que una de ellas, una negrita bajita y normalmente muy sonriente, había hecho una tarta preciosa, de textura esponjosa,
chocolate delicioso y decorada con mucho acierto. Aún se le podía ver al niño
congestionado y lloroso, a pesar de haber superado el trance, porque un bache
como aquel había supuesto un pequeño trauma en su vida, una experiencia dolorosa
que seguramente nunca olvidaría, como le pasa a todos los que son sensibles.
Las que se marchaban, y él mismo cuando creyó que seguiría su camino, dijeron
que había sido un orgullo poder participar en un concurso de tanta repercusión
y haber aprendido tanto, que a partir de entonces se emplearían con más ahínco
aún en la cocina, con la ilusión puesta en el futuro, pues a ello se querían
dedicar de mayores. Qué difícil es acabar con las ilusiones de los más
pequeños. Grandes esperanzas.
El chef más enrollado |
Qué contraste con el concurso de
adultos, que lloraban de rabia y de odio hacia sí mismos cuando algo les salía mal, o hacia los que sí
superaban las pruebas, pues no sabemos afrontar la derrota, nos ciega la
ambición y la soberbia. Y cuando hablan aparte, en ausencia de los
contrincantes, se ponen a parir unos a otros, como porteras. Dónde está la
competición sana, el juego limpio, las buenas intenciones, lo de lo importante
es participar.
Me gustó mucho por eso el
Masterchef infantil, me hicieron mucha gracia las ocurrencias de los niños, su
forma de afrontar los retos, y la manera como fueron tratados por los jueces, unos hombres
que, en otros ámbitos, pueden llegar a ser unos auténticos tiranos. Me pregunto cómo podemos cambiar tanto al hacernos mayores.
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