jueves, 6 de noviembre de 2014

El Masterchef infantil americano

 
Me encantó el capítulo del Masterchef infantil que cogí el otro día haciendo zapping. Ver cocinar a los niños es algo que me resulta muy sorprendente. Por supuesto les ponían batidoras y mezcladoras cubiertas con cristal y muchas recetas al horno, más que de fogones, para evitar accidentes, y más con los nervios que acompañan a todo concurso.
Pero lo que más me llamó la atención fue la delicadeza con la que los 3 jueces del programa, reputados cocineros dueños de negocios florecientes, trataban a todos los niños. Pequeños de 11 ó 12 años de todas las razas imaginables, residentes en EE.UU., competían por ser el que más imaginación le echara a los platos, el que confeccionara las recetas más apetitosas, la tarta más bonita y original, el bocado delicioso que, visto una vez preparado, nadie hubiera dicho que no estaba hecho por un adulto.
Acostumbrada a ver a los chefs maltratando a los concursantes en el Masterchef de mayores, me chocaba verlos ahora acercarse a alguno de los niños si lo veían en apuros, al borde del llanto, angustiados porque algo no les saliera bien o porque les faltaba el tiempo, intentaod darles ánimo o ayudándolos incluso. Tienen una mano increíble para la gente menuda, nunca lo hubiera imaginado con la caña que les dan a los mayores, tan agresivos que terminas pensando que son crueles y retorcidos, rebuscando todo el rato en su mente la prueba más complicada para ponerlos a todos en un brete. Me llamó la atención especialmente el que es calvo y tiene el carácter más avinagrado. En esta ocasión fue el más dulce de todos con los peques, se puso a su nivel con suma facilidad, les entendía perfectamente y tenía la palabra precisa en cada momento.
El niño al que aludo, el 3º por la izquierda
Y los niños, qué diferentes a nosotros. A uno que era un poco rellenito y que destacaba sobre los otros, una de las niñas, rubita y preciosa pero también un poco maligna, le había encomendado una receta de algo que sabía que no le saldría bien. El niño, rojo por el apuro y la angustia, intentando a duras penas contener las lágrimas, aún tuvo que soportar cómo uno de los chefs le insinuaba lo contenta que se pondría la niña viéndole perder. Él, con la nobleza y la ingenuidad que caracteriza a los más pequeños, contestó como una persona mayor que él estaba en ese momento a lo suyo y que lo único que le preocupaba era salir adelante de aquel lío. Le salió tan espontáneamente que le aplaudí en mi fuero interno por lo impresionante y conmovedor que me pareció.
La rubita peligrosa
Pero la sombra de la duda había sido introducida en su cabeza, él desconocía que nadie tuviera nada en su contra, y de vez en cuando, apesadumbrado, miraba hacia donde estaba la niña, en el piso superior contemplándolos a todos apoyada en una barandilla, con sonrisa maliciosa, más guapa que nunca, chupando de una pajita un batido, exenta de la prueba por haber ganado la anterior y decidiendo cuál sería la siguiente, como una pequeña diosa que jugara con el destino de todos aquellos pequeños infelices que habían osado retarla.
“Creo que ella estaba en lo cierto si pensaba que este plato me saldría mal”, declaraba el desconsolado niño a uno de los chefs terminado el suplicio. Con el dorso de una mano se limpiaba lágrimas furtivas que asomaban por el rabillo del ojo. Sentí que su pena no era tanto por la posibilidad de ser eliminado, que más bien le producía temor, sino por el hecho de haberse defraudado a sí mismo y a los que esperaran tanto de él. Era una cuestión de amor propio, de orgullo casi profesional.
En aquel capítulo no fue él el eliminado, a pesar de todo, pues los jueces vieron en él grandes posibilidades y un tropiezo no significaba nada. Lo fueron dos niñas que salieron llorosas de allí, y eso que una de ellas, una negrita bajita y normalmente muy sonriente, había hecho una tarta preciosa, de textura esponjosa, chocolate delicioso y decorada con mucho acierto. Aún se le podía ver al niño congestionado y lloroso, a pesar de haber superado el trance, porque un bache como aquel había supuesto un pequeño trauma en su vida, una experiencia dolorosa que seguramente nunca olvidaría, como le pasa a todos los que son sensibles. Las que se marchaban, y él mismo cuando creyó que seguiría su camino, dijeron que había sido un orgullo poder participar en un concurso de tanta repercusión y haber aprendido tanto, que a partir de entonces se emplearían con más ahínco aún en la cocina, con la ilusión puesta en el futuro, pues a ello se querían dedicar de mayores. Qué difícil es acabar con las ilusiones de los más pequeños. Grandes esperanzas.
El chef más enrollado
Qué contraste con el concurso de adultos, que lloraban de rabia y de odio hacia sí mismos cuando algo les salía mal, o hacia los que sí superaban las pruebas, pues no sabemos afrontar la derrota, nos ciega la ambición y la soberbia. Y cuando hablan aparte, en ausencia de los contrincantes, se ponen a parir unos a otros, como porteras. Dónde está la competición sana, el juego limpio, las buenas intenciones, lo de lo importante es participar.
Me gustó mucho por eso el Masterchef infantil, me hicieron mucha gracia las ocurrencias de los niños, su forma de afrontar los retos, y la manera como fueron tratados por los jueces, unos hombres que, en otros ámbitos, pueden llegar a ser unos auténticos tiranos. Me pregunto cómo podemos cambiar tanto al hacernos mayores.
 


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