Ir a la peluquería no es en mi
caso una rutina más, pues mis visitas son muy espaciadas.
La pereza que me da pasar las horas muertas sentada en un sillón
giratorio esperando a que te hagan cosas y a que las cosas que te hagan surtan
su efecto, contribuye a que el cuidado de mi pelo tenga que esperar a veces más de lo debido.
Pero el habitual aburrimiento que
me invade en sitios así, nunca paliado por el ofrecimiento de un surtido de
revistas del corazón que otras sí hojean con avidez, es compensado con la
lectura del libro de turno que esté en mis manos en ese momento o del Muy
Interesante, la única revista a la que me gusta echar un vistazo de vez en cuando. Si hay alguna otra
en la peluquería que me pueda interesar será siempre de peinados. De hecho, la
última vez que he ido elegí el actual color de mi pelo enseñando una de las
fotos que aparecían en ella. Me sorprendió la similitud del rubio que me aplicaron con
el que había mostrado yo, además de topar con una profesional, peculiar como
casi todas en Llongueras, que me aconsejaba con tino y alabó la calidad de mi
pelo, ella que no es muy habladora por lo general. Y digo peculiar porque exhibe un
gesto poco común, los labios carnosos fruncidos en una mueca como de asco, desprecio o
suficiencia, un poco al estilo de las artistas de cine de antes, las femme fatale, una mirada de grandes ojos oscuros cansados, tristes y un poco
perdidos en el vacío, pelo rizado y piel morena. Su sonrisa, por lo excepcionalmente que aparece, es hermosa.Tiene en su conjunto un algo exótico.
Pero no tan peculiar como un
compañero que, mientras yo esperaba a que me atendieran, distrayendo la
mirada en una pantalla de televisión que cuelga del techo sobre el mostrador
de recepción, en la que no cesaba de aparecer el gran Llongueras haciendo exhibición de sus habilidades capilares ante un
público reunido en un salón de actos, hacía y deshacía peinados en
la cabeza de una joven clienta que, según supe después, se iba a casar y se estaba
haciendo pruebas de peinados.
Al principio, cuando no sabía lo
que estaba haciendo, pensé que el peluquero era muy indeciso y no daba con el
aire adecuado para la clienta, o que quizá quería hacer una exhibición de sus
destrezas. Recogidos magistrales eran deshechos para al momento dejar paso a
cascadas de bucles perfectos y brillantes, entre otras muchas veleidades. El
peluquero, homosexual, lucía una malla negra que se ajustaba como un guante a dos
piernas de palillo muy largas y se holgaba en sus partes, demasiado
protuberantes para un cuerpo tan triste, un rapado al uno con reflejos rubio
platino y una cruz colgando de una de sus orejas, las uñas lacadas en un tono
oscuro. Se movía sin parar en torno a la futura esposa, haciendo un despliegue
maravilloso de peinados ideales para nupcias, clásicos pero con un
toque moderno, dinámico, deslumbrante. Chocaba la apariencia desharrapada del peluquero con su habilidad y brillantez a la hora de
hacer su trabajo, pues su aspecto lo encuadraría más bien en estilos vanguardistas y
rompedores. Aunque me imagino que si es tan bueno en lo suyo como parecía será
capaz de hacer cualquier cosa que se proponga.
Otro compañero, envidioso de su maestría,
tenía tiempo entre clienta y clienta para murmurar con las compañeras lo
excesivo de su dedicación, de que no hacía falta tal despliegue, que con un
canuto de cartón, parecido al que lleva el papel higiénico, en torno al cual se
enrollaba el pelo, él había hecho un recogido nupcial en una ocasión. No tiene
color. Todos son profesionales de Llongueras, pero no todos valen lo mismo ni
se ganan el sueldo con igual tesón.
También es verdad que pude
escuchar lo que las pruebas le supusieron a la joven clienta, bastante insípida
y con un aire anticuado, que iba acompañada de su madre, estilosa, educadísima
y muy amable, aunque con pinta envejecida, a la que el peluquero se dirigió casi en exclusiva cada vez que
quería comentar algo. El precio fueron 193 € o algo así. Tratándose de Llongueras,
y de ensayar looks para una ocasión tan especial, merece la pena.
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