Conseguir que Miguel Ángel, mi
hijo, salga conmigo a dar una vuelta, con 19 años que tiene ya, no es cosa que suceda con
frecuencia, pero un domingo soleado hace poco accedió a acompañarme. Mi padre,
al que encontramos de casualidad por la calle, se nos unió, cosa que tampoco
suele pasar a menudo. Le expuse el plan que teníamos entre manos: desayuno en Linz, una cafetería cerca
del barrio que antes era cutre y anticuada y que ahora, tras una oportuna reforma, luce
muy agradable, pues Miguel Ángel aún no había desayunado, y
después paseo por los Jardines del Moro, por delante de los cuales paso con
frecuencia pero en los que en raras ocasiones me suelo internar.
Nos sentamos en una terraza nueva
que ha abierto la cafetería, con suelo de corcho y plásticos transparentes con
bordes blancos sujetos con barras metálicas al suelo para proteger de los rigores de la intemperie, que hacían un conjunto muy acogedor y bonito. Miguel Ángel degustó su
mixto, algo que suele pedir siempre que desayuna o merienda fuera de casa, mi
padre un corto de café, que le sirvieron en una tacita que parecía de juguete, y yo mi
descafeinado de máquina con leche habitual.
Entrar en el Campo del Moro
siempre me produce un placer especial ante la visión de la cuesta cuajada de
hierba y flores que asciende hacia el Palacio Real. Los árboles, por todos
lados, diversos y frondosos, no acusaban el otoño en demasía, salvo por un leve
toque marrón y dorado en sus hojas junto al verdor general. Viento suave y
fresco, nubes algodonosas, blancas y grises como de tormenta, y la
tranquilidad de un recinto poco transitado en esa época del año, nos
acompañaron en un paseo relajante, lleno de pequeñas delicias.
Los pavos reales, machos según
Miguel Ángel, experto en bichos de todas clases y en otras cosas también, se
nos acercaban sin miedo, su plumaje brillante turquesa y azul cobalto extasiando
nuestros ojos. A una niña muy pequeña que los señalaba con el dedo y que se
aproximaba demasiado dando grititos la miraron de soslayo, dando pasos en
franca retirada según la veían venir hacia ellos. Aves de todas clases chillaban emitiendo
sonidos en todas las notas de la escala musical, escondidas entre las copas de
los árboles, desde las que formaban un coro digno de una selva tropical.
La casa que parece hecha de
corcho se veía muy abandonada, totalmente descuidada. Creía que serviría para
que los jardineros guardaran sus aperos, pero no debe ser así. Le hice una foto a mi padre
junto a ella, porque sé que es una construcción curiosa que siempre le ha
gustado. La recuerdo de mi niñez y juventud en mejor estado. Es una lástima que
no se preserven las cosas bonitas como merecen. Lo mismo pasa con otro edificio un poco más allá,
que me recuerda a los de Alemania o la zona de Baviera, que al asomarme por uno de sus sucios ventanales vi que tenía escombros en un gran espacio vacío.
Camino senderil entre los
árboles. Unas pocas rosas en la rosaleda, pero no en el parterre sino en el
suelo, cubierto con pequeños trozos de corteza de árbol para preservar su
humedad y evitar que proliferen las malas hierbas. Hay que esperar hasta la
primavera para ver inundado el lugar con su incontable número, su color y su
fragancia. La pequeña fuente central lucía detenido el manantial de sus
chorros, cuyos sonidos cristalinos, relajantes y puros eché en falta, pues
una fuente sin agua que brota es como un pequeño desierto.
El estanque tiene siempre un agua
demasiado turbia y oscura, a pesar de las limpiezas que suelen hacerle. Los
patos se habían ido al otro lado de donde estábamos, pasando el puentecillo que
lo cruza, pues una niña con su madre estaba desmigando una barra de pan para
alimentarlos. En nuestro lado un cisne negro tironeaba de la rama con la que un
niño, acompañado por su abuelo, llamaba su atención. No creía que fueran
animales tan sociables y tan inteligentes, siempre había pensado que eran
elegantes, enigmáticos y esquivos. El cisne se acercaba a todo el que se
asomara a la barandilla que circundaba el estanque. Miguel Ángel sacó un pie y
el animal abrió un pico muy rojo y le picoteó varias veces en la deportiva. Esperaba
comida y, al no conseguirla, se contentaba con picotear las hierbas lánguidas y
húmedas que crecen en el pequeño trozo de tierra que rodea el estanque.
Mi padre sugirió que trajéramos
también pan nosotros la próxima vez que vayamos, y mi madre me dijo esa noche
cuando hablamos por teléfono que también querría sumarse ella al próximo paseo. En cualquier
época del año los Jardines del Moro son un lugar increíble para pasear y
disfrutar de un pequeño gran trozo de Naturaleza en medio de la ciudad.
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