miércoles, 19 de noviembre de 2014

Perros

Cada vez que veo un perro por la calle siento el deseo de tener yo también uno. Hace años que me lo piden mis hijos, y cuando sale el tema de cuál sería la raza elegida, a ellos les gustan los carlinos de nariz achatada y ojos saltones y estrábicos que se han puesto tan de moda últimamente, y que siempre tienen babas y van dando ronquidos al caminar, y a mí me gustan los labradores, los dálmatas, y en general todos aquellos que son bonitos y elegantes.
Recuerdo hace años cómo me llamaba la atención el Basset Hound que aparecía en televisión anunciado zapatos Hush Puppies, aquellas orejas tan largas, los ojos grandes, dulzones y melancólicos. Los perros suelen ser protagonistas de muchos spots publicitarios, desde aquella cría tan tierna de labrador jugando con el papel higiénico que anuncia Scottex, hasta los que publicitan las infames comidas para mascotas. Aunque el que se quedó en mi memoria y mi corazón fue el pequeño Grifón de Bruselas que coprotagonizó la maravillosa Mejor imposible, otra raza que también me gusta.
Y si aún no tengo ninguno es por la angustia que me produce pensar que no voy a poder darle la vida que necesita. Cuando no haya nadie en casa ¿quién se ocupará de él? Cuántas veces he oído al perro de algún vecino aullar en llanto cuando lo han dejado solo. Me dicen que a los animales es como a las personas, que es a lo que les acostumbres, pero me parece que la mayoría de la gente no tiene las vidas de sus mascotas en la misma consideración que las de los humanos. Para mí no hay ninguna diferencia, es más, no dejan de sorprenderme y enseñarme.
Como el otro día el cisne del estanque del Campo del Moro que, como conté en un post anterior, se acercaba a cualquiera que asomase por allí con una decisión y un entendimiento tal que nunca imaginé en esa especie. Y es que cualquier animal, da igual de qué raza o clase sea, tiene una sensibilidad, una percepción y hasta una inteligencia que para sí la quisiéramos muchos. El ser humano basa su preeminencia amenazando la supervivencia de las demás especies, que no tiene ningún reparo en esquilmar llegado el caso. Nos tienen miedo, y con razón, excepto los pobres animalitos como el cisne que, al vivir en cautividad, se han acostumbrado al trato con los humanos, qué remedio les queda.
Lo que llevo mal es el desprecio con el que algunos hablan de los animales. No sé por qué querrán tenerlos en sus casas si les gustan tan poco. No hace mucho oía a una señora en el autobús comentar con otra los últimos momentos del perro que tenían, algo que la verdad me hubiera gustado ahorrarme, pero era de ese tipo de personas que hablan alto y todos nos tenemos que enterar, queramos o no, de su vida. Después de describir el calvario del pobre animal, entre hemorragias, vómitos, asfixias, etc., todavía se preguntaba la muy bruta  que cómo era posible que le hubiera mordido en una mano una de las veces que le quiso coger. No entiende que a ellos les pasa como a nosotros, como a cualquier ser vivo, que ante la enfermedad, el dolor y la muerte sienten angustia, desesperación y miedo.
Y qué decir de aquellos que cuando salen a montar en bici o patines o a hacer footing llevan consigo arrastrando a su perro, con la lengua fuera. Es cada vez más frecuente. Lo de animal de compañía lo llevan hasta el último extremo. Me pregunto si cuando vayan al cuarto de baño a hacer sus necesidades se lo llevan también. Ellos  necesitan su espacio, descansar de nosotros, sometidos como están a nuestros caprichos y exigencias.
Por eso si alguna vez decido tener un animalito en casa quiero tener la certeza de que va a estar en condiciones, que le voy a poder dar lo que requiera. Y si no, me quedaré con las ganas.


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