Cada vez que veo un perro por la
calle siento el deseo de tener yo también uno. Hace
años que me lo piden mis hijos, y cuando sale el tema de cuál sería la raza
elegida, a ellos les gustan los carlinos de nariz achatada y ojos saltones y
estrábicos que se han puesto tan de moda últimamente, y que siempre tienen
babas y van dando ronquidos al caminar, y a mí me gustan los labradores, los
dálmatas, y en general todos aquellos que son bonitos y elegantes.
Recuerdo hace años cómo me
llamaba la atención el Basset Hound que aparecía en televisión anunciado
zapatos Hush Puppies, aquellas orejas tan largas, los ojos grandes, dulzones y
melancólicos. Los perros suelen ser protagonistas de muchos spots
publicitarios, desde aquella cría tan tierna de labrador jugando con el papel
higiénico que anuncia Scottex, hasta los que publicitan las infames comidas para
mascotas. Aunque el que se quedó en mi memoria y mi corazón fue el pequeño
Grifón de Bruselas que coprotagonizó la maravillosa Mejor imposible, otra
raza que también me gusta.
Y si aún no tengo ninguno es por
la angustia que me produce pensar que no voy a poder darle la vida que
necesita. Cuando no haya nadie en casa ¿quién se ocupará de él? Cuántas veces
he oído al perro de algún vecino aullar en llanto cuando lo han dejado solo. Me
dicen que a los animales es como a las personas, que es a lo que les
acostumbres, pero me parece que la mayoría de la gente no tiene las vidas
de sus mascotas en la misma consideración que las de los humanos. Para mí no
hay ninguna diferencia, es más, no dejan de sorprenderme y enseñarme.
Como el otro día el cisne del
estanque del Campo del Moro que, como conté en un post anterior, se acercaba a
cualquiera que asomase por allí con una decisión y un entendimiento tal que
nunca imaginé en esa especie. Y es que cualquier animal, da igual de qué raza o
clase sea, tiene una sensibilidad, una percepción y hasta una inteligencia
que para sí la quisiéramos muchos. El ser humano basa su preeminencia amenazando la supervivencia de
las demás especies, que no tiene ningún reparo en esquilmar llegado el caso. Nos
tienen miedo, y con razón, excepto los pobres animalitos como el cisne que, al
vivir en cautividad, se han acostumbrado al trato con los humanos, qué remedio
les queda.
Lo que llevo mal es el desprecio
con el que algunos hablan de los animales. No sé por qué querrán tenerlos en
sus casas si les gustan tan poco. No hace mucho oía a una señora en el autobús
comentar con otra los últimos momentos del perro que tenían, algo que la verdad
me hubiera gustado ahorrarme, pero era de ese tipo de personas que hablan alto
y todos nos tenemos que enterar, queramos o no, de su vida. Después de
describir el calvario del pobre animal, entre hemorragias, vómitos, asfixias,
etc., todavía se preguntaba la muy bruta que cómo era posible que le hubiera
mordido en una mano una de las veces que le quiso coger. No entiende que a
ellos les pasa como a nosotros, como a cualquier ser vivo, que ante la
enfermedad, el dolor y la muerte sienten angustia, desesperación y miedo.
Y qué decir de aquellos que
cuando salen a montar en bici o patines o a hacer footing llevan consigo
arrastrando a su perro, con la lengua fuera. Es cada vez más frecuente. Lo de
animal de compañía lo llevan hasta el último extremo. Me pregunto si cuando
vayan al cuarto de baño a hacer sus necesidades se lo llevan también. Ellos necesitan su espacio, descansar de nosotros, sometidos como están a nuestros
caprichos y exigencias.
Por eso si alguna vez decido
tener un animalito en casa quiero tener la certeza de que va a estar en
condiciones, que le voy a poder dar lo que requiera. Y si no, me quedaré con
las ganas.
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