Son curiosas las conversaciones
que surgen por las noches con mi hija antes de dormir, estando yo aquí en el
hospital. No es que no charlemos habitualmente, pero nuestras obligaciones diarias
y nuestros distintos ritmos de vida no nos permiten siempre hablar todo lo que
deberíamos.
Ayer sin ir más lejos surgió el
tema de las relaciones con hombres, asunto sobre el que tanto se ha dicho y que sirvió para añadir un poco de picante a este momento en el que nos
hallamos tan poco halagüeño. Anita, mi hija, no deja de sorprenderme con su
forma de entender el asunto, de entenderlo todo, tan distinta a la mía. La 1ª vez que fui testigo
de su manera de tratar al sexo opuesto fue en el verano de hace dos años, cuando
pasamos las vacaciones en Tenerife. Allí los hombres se le acercaban con
cualquier pretexto, creyéndola sin duda mayor de lo que era, con la intención
de charlar un rato y quién sabe qué otra cosa, ante mis horrorizados ojos. Ella
los trataba con total naturalidad, como si los conociera de antes, ya que la
timidez o la inseguridad no forman parte de su código genético,
afortunadamente, como lo forma parte del mío. Para mí seguía siendo mi niña, y
me sentía escandalizada, la creía en peligro, y no era así. Mi afán de
protección se disparó, pero yo siempre procuro controlarlo porque entonces no
la dejaría ser ella misma, y sé que las
comeduras de coco que yo pueda tener se corresponden poco con la realidad.
Soy consciente de que pertenezco
a otra generación y es otra la educación que a mí me dieron, y aunque esta fue
muy tradicional me considero bastante librepensadora en muchas cosas. Le
contaba a Ana que incluso perteneciendo a una misma generación las personas no
están forzosamente avocadas a una misma forma de actuar, aunque haya una
corriente mayoritaria de comportamiento, impuesto por los usos sociales de la
época. Una de mis amigas de la facultad gozaba de las relaciones sexuales desde
bien joven con diferentes hombres a los que iba conociendo, sin el menor atisbo
de inmoralidad o culpa, que tanto nos han inculcado en el pasado. Se me ocurrió
una vez censurarla y no le sentó bien, lógicamente: me comportaba como una
puritana y a lo mejor lo que yo necesitaba era un poco de lo mismo que ella,
otra mentalidad, más soltura.
Anita añadió que incluso
recibiendo la misma educación en una familia cada hijo actúa luego de una
manera distinta, con independencia de la que les hayan dado. Ella misma se puso
de ejemplo al afirmar que su forma de actuar poco o nada tiene que ver con lo
que yo le he querido enseñar. La personalidad de cada uno, las propias
necesidades, son las que determinan la conducta. En mi caso, mi hermana fue
siempre más lanzada que yo con los hombres, y yo sin embargo más recatada, algo
de lo que no presumo precisamente.
Quizá se dan en mí una serie de
circunstancias. Mi desarrollo físico fue superior al psíquico en la infancia,
de tal modo que cuando tenía 12 años parecía que tenía 15 ó 16. Los hombres me
miraban de una manera que me inquietaba y me sentí amenazada. Empecé a
percibirlos con desconfianza y un poco de asco, como algo peligroso al que
había que eludir. Era la mentalidad de una niña que no puede aún comprender
ciertas cosas, pero me ha quedado con los años la sensación de que en el hombre
hay más animalidad que otra cosa, y que la Naturaleza los ha programado de esa
manera sin que ellos pueden hacer nada para evitarlo.
Inmadurez es pues lo que
arrastro. Pocos hombres que se me han acercado lo han hecho en las condiciones
que yo requiero. El respeto, la educación, la amabilidad, la comprensión,
parecen elementos inexistentes, y más en una sociedad como la que nos está
tocando vivir en la que prima el consumo rápido y los sentimientos pasajeros.
Nunca supe cómo se puede uno divertir simplemente echando un polvo esporádico
con gente diferente cada vez. Entiendo que para algunos es una técnica
antiestrés, como ir al gimnasio a quemar un poco de energía y relajarse, pero a
mí si me faltan ciertas cosas nada de lo otro es posible, ni felicidad, ni
relax, ni nada, sólo vacío.
Ana no alberga temor ninguno
hacia los hombres, ni piensa ninguna cosa mala cada vez que alguno se le ha
acercado. Los ve como personas, más que como género, los capta al vuelo y se
deja llevar pero controlando las situaciones. Al contrario que yo, que estoy en
contra de que un desconocido se me acerque de cualquier manera, porque hasta me
parece de mala educación, quién ese tío para molestarme y pretender nada de mí
ya que de nada me conoce, Anita sin embargo lo ve como un halago, es que
alguien te considera tan bella e interesante que ha decidido dar el paso de
querer conocerte, y no tiene por qué pasar nada más que uno no quiera. Ojalá
tuviera esa confianza, esa madurez, ese aplomo.
Nunca cerré la puerta a los hombres y menos ahora estando divorciada, pero no quiero que se produzca de
una manera que no me guste, ya que me vuelvo a dar una oportunidad tiene que
ser mejor que nunca, que me satisfaga completamente. Mi hija opina que debo
relajarme, una vez más, que no pida tanto, que he visto muchas películas, que
la vida real es otra cosa, que habrá aciertos y fallos, y que todo forma parte
del devenir humano, no se puede programar todo y luego decepcionarse cada vez
que no se llevan a cabo nuestros planes. Pienso que es así, que no porque ella
sea joven y aún no tenga muchas exigencias a este respecto van a pasarle cosas
distintas a mí, con la edad que ya tengo y mis demandas. Para ella está todo aún
por hacer, y me encanta que piense como lo hace.
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