lunes, 23 de noviembre de 2015

Conversaciones en el hospital


Son curiosas las conversaciones que surgen por las noches con mi hija antes de dormir, estando yo aquí en el hospital. No es que no charlemos habitualmente, pero nuestras obligaciones diarias y nuestros distintos ritmos de vida no nos permiten siempre hablar todo lo que deberíamos.

Ayer sin ir más lejos surgió el tema de las relaciones con hombres, asunto sobre el que tanto se ha dicho y que sirvió para añadir un poco de picante a este momento en el que nos hallamos tan poco halagüeño. Anita, mi hija, no deja de sorprenderme con su forma de entender el asunto, de entenderlo todo, tan distinta a la mía. La 1ª vez que fui testigo de su manera de tratar al sexo opuesto fue en el verano de hace dos años, cuando pasamos las vacaciones en Tenerife. Allí los hombres se le acercaban con cualquier pretexto, creyéndola sin duda mayor de lo que era, con la intención de charlar un rato y quién sabe qué otra cosa, ante mis horrorizados ojos. Ella los trataba con total naturalidad, como si los conociera de antes, ya que la timidez o la inseguridad no forman parte de su código genético, afortunadamente, como lo forma parte del mío. Para mí seguía siendo mi niña, y me sentía escandalizada, la creía en peligro, y no era así. Mi afán de protección se disparó, pero yo siempre procuro controlarlo porque entonces no la dejaría ser ella misma, y sé que  las comeduras de coco que yo pueda tener se corresponden poco con la realidad.

Soy consciente de que pertenezco a otra generación y es otra la educación que a mí me dieron, y aunque esta fue muy tradicional me considero bastante librepensadora en muchas cosas. Le contaba a Ana que incluso perteneciendo a una misma generación las personas no están forzosamente avocadas a una misma forma de actuar, aunque haya una corriente mayoritaria de comportamiento, impuesto por los usos sociales de la época. Una de mis amigas de la facultad gozaba de las relaciones sexuales desde bien joven con diferentes hombres a los que iba conociendo, sin el menor atisbo de inmoralidad o culpa, que tanto nos han inculcado en el pasado. Se me ocurrió una vez censurarla y no le sentó bien, lógicamente: me comportaba como una puritana y a lo mejor lo que yo necesitaba era un poco de lo mismo que ella, otra mentalidad, más soltura.

Anita añadió que incluso recibiendo la misma educación en una familia cada hijo actúa luego de una manera distinta, con independencia de la que les hayan dado. Ella misma se puso de ejemplo al afirmar que su forma de actuar poco o nada tiene que ver con lo que yo le he querido enseñar. La personalidad de cada uno, las propias necesidades, son las que determinan la conducta. En mi caso, mi hermana fue siempre más lanzada que yo con los hombres, y yo sin embargo más recatada, algo de lo que no presumo precisamente.

Quizá se dan en mí una serie de circunstancias. Mi desarrollo físico fue superior al psíquico en la infancia, de tal modo que cuando tenía 12 años parecía que tenía 15 ó 16. Los hombres me miraban de una manera que me inquietaba y me sentí amenazada. Empecé a percibirlos con desconfianza y un poco de asco, como algo peligroso al que había que eludir. Era la mentalidad de una niña que no puede aún comprender ciertas cosas, pero me ha quedado con los años la sensación de que en el hombre hay más animalidad que otra cosa, y que la Naturaleza los ha programado de esa manera sin que ellos pueden hacer nada para evitarlo.

Inmadurez es pues lo que arrastro. Pocos hombres que se me han acercado lo han hecho en las condiciones que yo requiero. El respeto, la educación, la amabilidad, la comprensión, parecen elementos inexistentes, y más en una sociedad como la que nos está tocando vivir en la que prima el consumo rápido y los sentimientos pasajeros. Nunca supe cómo se puede uno divertir simplemente echando un polvo esporádico con gente diferente cada vez. Entiendo que para algunos es una técnica antiestrés, como ir al gimnasio a quemar un poco de energía y relajarse, pero a mí si me faltan ciertas cosas nada de lo otro es posible, ni felicidad, ni relax, ni nada, sólo vacío.

Ana no alberga temor ninguno hacia los hombres, ni piensa ninguna cosa mala cada vez que alguno se le ha acercado. Los ve como personas, más que como género, los capta al vuelo y se deja llevar pero controlando las situaciones. Al contrario que yo, que estoy en contra de que un desconocido se me acerque de cualquier manera, porque hasta me parece de mala educación, quién ese tío para molestarme y pretender nada de mí ya que de nada me conoce, Anita sin embargo lo ve como un halago, es que alguien te considera tan bella e interesante que ha decidido dar el paso de querer conocerte, y no tiene por qué pasar nada más que uno no quiera. Ojalá tuviera esa confianza, esa madurez, ese aplomo.

Nunca cerré la puerta a los hombres y menos ahora estando divorciada, pero no quiero que se produzca de una manera que no me guste, ya que me vuelvo a dar una oportunidad tiene que ser mejor que nunca, que me satisfaga completamente. Mi hija opina que debo relajarme, una vez más, que no pida tanto, que he visto muchas películas, que la vida real es otra cosa, que habrá aciertos y fallos, y que todo forma parte del devenir humano, no se puede programar todo y luego decepcionarse cada vez que no se llevan a cabo nuestros planes. Pienso que es así, que no porque ella sea joven y aún no tenga muchas exigencias a este respecto van a pasarle cosas distintas a mí, con la edad que ya tengo y mis demandas. Para ella está todo aún por hacer, y me encanta que piense como lo hace.


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