Tendemos a pensar que el carácter es inmutable, que uno nace con el carácter que Dios le ha dado y no tiene más remedio que conformarse con su buen o mal temple. Decimos que nuestro hijo tiene muy buen carácter y es muy buen chico o, por el contrario, es rebelde, contestón y tiene mal genio. Aunque nos gustaría cambiarlo, pensamos que así es, nos ha tocado, y hay que aceptarlo. Pero la realidad es más compleja. Para decirlo brevemente, los humanos no tenemos sólo instinto, sino carácter. Un carácter que no se posee al nacer, sino que se va haciendo por la interacción con el medio, con las costumbres y con los demás. "Yo soy yo y mi circunstancia", decía Ortega y Gasset. Quería decir que el yo no es nada si le quitamos sus relaciones, su trabajo, su dinero, sus aficiones, sus ideas, su época. Hoy preferimos quizá hablar de "identidades". La identidad de cada uno es su carácter, pero las identidades se van formando, nadie nace con una identidad definida y acabada.
No es que el niño sea una página en blanco. Lo que llegará a ser está medio escrito: posee una información genética, una herencia, nace en el seno de una cultura y de un estatus social y económico. Un niño guineano tendrá menos posibilidades de ser esto o aquello que un español o un inglés. El entorno actúa sobre la persona, la moldea, pero no la determina: el resultado siempre es una incógnita. Una incógnita sobre la que se puede actuar e influir pero no garantizar el éxito. "El hombre es, de algún modo, todas las cosas", escribió el filósofo renacentista Pico della Mirandola. (...) Consiste esa dignidad en poder ser muchas cosas, consiste en la obligación de tener que empeñarse en ser esto o aquello. Si no fuera así, no tendría sentido la educación.
¿Cómo se forma el carácter? ¿Cómo se forma, en definitiva, el yo? Los maestros lo saben bien: inculcando hábitos, repitiendo actos, acostumbrando al niño a que le guste y le atraiga lo que le debe gustar y atraer. Haciendo que se adapte a las costumbres que creemos que son buenas. Es lo que hacemos, por ejemplo, cuando le enseñamos a nuestro hijo a ser limpio y le obligamos a ajustarse a un horario. Le enseñamos a no hacerse pipí encima, a no comer con las manos, a limpiarse con la servilleta, a lavarse las manos antes de comer, a comer y a dormir cuando toca. Son normas que crean hábitos y acostumbran a vivir de una manera y no de cualquier manera. Todo es convencional, por supuesto. Podría ser distinto. En las culturas humanas ha habido múltiples formas, por ejemplo, de saludar. Nos lo cuenta Ortega en su artículo El saludo: un árabe dirá salaam aleikun (la paz sea contigo); el romano decía salve (que tengas salud); el griego, khairé (te deseo alegría); nosotros damos los buenos días y las buenas noches; en la India, en cambio, al saludar por la mañana se preguntaba: "¿Ha tenido usted muchos mosquitos esta noche?". En fin, lo que nos dicen estas anécdotas es que lo que cuenta no es lo que se diga sino que se salude, hágase como se haga. Es imposible vivir sin regularidades, sin unas pautas que nos permiten orientarnos en el mundo y saber qué podemos esperar de los demás.
(...) El comportamiento humano es más complicado: no es la mera respuesta a unos estímulos, sino la capacidad de "inventar" respuestas distintas antes los estímulos placenteros o dolorosos que le vienen de fuera. Esas respuestas, en principio, las aprendemos a partir de lo que vemos, vienen dadas por lo que hacen los demás, por lo que nos dicen que hay que hacer y por la costumbre. Una respuesta posible y fácil, por ejemplo, ante el conflicto, es la violencia. Vemos a menudo que es así como se solucionan los conflictos, en las guerras, en las peleas. Por eso nos inquieta la inmersión televisiva de la infancia en la violencia. O la inmersión en la publicidad cuyo mensaje es que la tristeza se cura saliendo de compras.
Formar el carácter es lo mismo que formar la conciencia. La conciencia es la imagen que uno tiene de sí mismo, la capacidad de decir: "Yo soy esta persona y soy así". La formación de la conciencia tiene una dimensión moral. No sólo digo "yo soy así", sino que soy capaz de preguntarme si está bien o mal ser así. Cuando yo era niña, a esa conciencia se la llamaba "tener uso de razón", que no era otra cosa que la capacidad de distinguir el bien del mal, entender que no todo vale igual. El uso de la razón se situaba hacia los 7 años, que era cuando a los niños se les permitía tomar la comunión. Era algo así como la mayoría de edad moral. Situarla a los 7 años era, sin duda, iluso. Lo que es indiscutible es que el niño carece de conciencia moral cuando viene al mundo y la va adquiriendo por lo que ve y por el contacto con los demás. Cuando la tenga, reaccionará ante sus propios actos con buena o mala conciencia. Quien no es capaz de desarrollar buena o mala conciencia, carece de conciencia. La falta de conciencia es una falta de madurez que se traduce en la incapacidad para responder de uno mismo. Ciertas deficiencias psíquicas o mentales, demencias que afectan a las personas de edad, como el Alzheimer, impiden precisamente tener conciencia: uno no se acuerda de quién es, no se reconoce ni reconoce a los suyos, no responde adecuadamente cuando le interpelan, hace locuras. No tiene conciencia y no puede tener culpa. La falta de conciencia implica falta de responsabilidad.
Seguramente lo que más contribuye a la formación de la conciencia en la niñez y en la adolescencia es el juicio de los demás. Y, en especial, el juicio de aquellos en quien más se confía y se cree. Los psicólogos que han estudiado la formación de la conciencia moral en el niño dicen que ésta pasa por una 1ª fase basada en el juicio de autoridad. El niño reconoce el bien o el mal a través del juicio de sus padres o sus maestros. Poco a poco, irá prescindiendo de la autoridad y tenderá a juzgarse a sí y a los demás por sí mismo, a razonar sobre lo bueno y lo malo. Cuando lo consiga, habrá adquirido la capacidad de usar la razón. Es entonces cuando está en condiciones de responder de lo que hace. Si ha hecho algo mal, se le podrá exigir que se explique y se defienda de la acusación: ¿por qué lo has hecho?
(Del libro de Victoria Camps "Qué hay que enseñar a los hijos")
(Del libro de Victoria Camps "Qué hay que enseñar a los hijos")
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