Tuve un jefe hace tiempo que fue, de todos los que he tenido en los muchos años que llevo trabajando, el único que recuerdo especialmente por su forma de ser y lo peculiar de su persona.
Era de mi edad, muy inteligente, hiperactivo y con un delirante sentido del humor. Antes de que él llegara, las dos compañeras que tenía en el despacho por entonces y yo, vivíamos en un remanso de paz, algo aburridas si bien es cierto, e informáticamente muy atrasadas.
Cuando él llegó la situación cambió radicalmente, y nos vimos sacudidas por un auténtico huracán. Experto en ordenadores, nos consiguió unos equipos nuevos e ideó un programa para gestionar uno de los asuntos más laboriosos y aburridos de los que allí teníamos que llevar: el control horario del personal. Aquel programa facilitó enormemente nuestra labor, abreviándola y haciéndola más sencilla. Estaba hecho a la manera de ser tan original que tenía este hombre: cada persona tenía su propio registro, con datos no sólo horarios sino también personales y laborales. Incluía una foto del interesado. Con su extraño sentido del humor, le daba por reirse de las caras de la gente, y solía decir que a lo mejor un día las imprimía y hacía “tazos” con ellas para que jugara su hijo.
Tanto el nuevo formato que dio a los escritos como aquella curiosa base de datos, estaban hechos para nuestro entretenimiento: todo eran ventanas de colores, y su manejo era muy sencillo. Yo más de una vez le dije que más que trabajar parecía que estábamos jugando.
Mientras cumplíamos con nuestras tareas cotidianas, él supervisaba nuestra labor y nos alentaba a aprender cosas nuevas. Quería que nos promocionáramos laboralmente y nos enriqueciéramos en lo personal. Con él la informática parecía cosa de niños.
También le gustaba hablar de cualquier cosa de actualidad o de la vida, y organizábamos pequeños debates en los que se mezclaban opiniones muy profundas y trascendentales con otras llenas de humor.
Lo mejor eran los café bombón con los que iniciábamos la jornada. Compramos una cafetera eléctrica entre todos, y procurábamos que la despensa nunca estuviera vacía: leche condensada, café, filtros, cucharitas y vasos.... Estas pequeñas tertulias atrajeron a más de un compañero o jefe, y fueron la envidia de otros departamentos. Aún después de que él se marchara, continuamos con esta costumbre.
Lo cierto es que a él nunca le gustó aquel trabajo, llegó allí de rebote para suplir a la persona que era hasta entonces nuestro jefe, pero sin embargo cambió nuestra forma de trabajar y formamos todos un equipo en el que se mezclaba lo laboral con lo sentimental, pues a nuestras ganas de trabajar y de hacer las cosas lo mejor posible se unió el gran afecto que le profesamos desde entonces y que él correspondía sobradamente. Él nos conocía perfectamente, y a cada una nos sabía tratar como mejor correspondía a nuestra forma de ser. Nosotras también sabíamos sobre su vida personal por pequeñas cosas que nos contaba.
Pero aquel trabajo no era para él, que estaba preparado para tareas muy diferentes y más cualificadas. Su disgusto creciente con la empresa hizo que empezara a cogerle manía a algunos de los jefes que estaban por encima de él, y un buen día no se le ocurrió otra cosa que colgar en Internet una especie de “gacetilla”, que no recuerdo cómo tituló, en la que escribía a diario por la noche en su casa y en la que se burlaba de buena parte de la jefatura del centro, poniéndoles motes para no comprometerse pero lo suficientemente significativos para que todos supiéramos a quién se estaba refiriendo. Me acuerdo especialmente del que le adjudicó al Director, “Corleone” creo que fue. Y para más inri le fue dando a todo el mundo la dirección en Internet para que lo vieran.
No contento con eso, colgó también la base de datos que había hecho para todo el personal, con lo cual cuando estalló el escándalo se montó la de San Quintín al ver la gente sus datos personales y sus caras expuestas de esa manera.
El expediente disciplinario que le metieron no fue a mucho más por las consecuencias que ésto tuvo para él, pues se vió obligado a acudir a un psiquiatra y seguir un tratamiento para superar la depresión y el estado de ansiedad que le sobrevino a raíz de todo aquello, y por el que tenía que tomar un montón de pastillas. Le relegaron al ostracismo en un despacho sin casi trabajo, y cuando íbamos a visitarle allí se volvía de espaldas de cara a la pared para que no le viéramos llorar como un niño.
Poco tiempo después consiguió un destino en otro centro y sólo le vimos en una ocasión que vino para saludar a la gente, y en la que comprobamos que volvía a ser él mismo.
Con el tiempo piensas en las situaciones tan rocambolescas en las que nos vemos metidos algunas veces en la vida, y cuyo alcance no sabemos valorar hasta que no tomamos distancia.
Dicen que a las personas con un coeficiente intelectual muy alto se les suele ir la pinza bastante en determinadas situaciones. Puede ser que ese fuera el caso de mi jefe, su reacción ante una situación de frustración, pero para mí será siempre una persona muy especial, inteligente, sensible y muy vital, alguien a quien mereció la pena conocer.
Ese fue mi jefe.
Era de mi edad, muy inteligente, hiperactivo y con un delirante sentido del humor. Antes de que él llegara, las dos compañeras que tenía en el despacho por entonces y yo, vivíamos en un remanso de paz, algo aburridas si bien es cierto, e informáticamente muy atrasadas.
Cuando él llegó la situación cambió radicalmente, y nos vimos sacudidas por un auténtico huracán. Experto en ordenadores, nos consiguió unos equipos nuevos e ideó un programa para gestionar uno de los asuntos más laboriosos y aburridos de los que allí teníamos que llevar: el control horario del personal. Aquel programa facilitó enormemente nuestra labor, abreviándola y haciéndola más sencilla. Estaba hecho a la manera de ser tan original que tenía este hombre: cada persona tenía su propio registro, con datos no sólo horarios sino también personales y laborales. Incluía una foto del interesado. Con su extraño sentido del humor, le daba por reirse de las caras de la gente, y solía decir que a lo mejor un día las imprimía y hacía “tazos” con ellas para que jugara su hijo.
Tanto el nuevo formato que dio a los escritos como aquella curiosa base de datos, estaban hechos para nuestro entretenimiento: todo eran ventanas de colores, y su manejo era muy sencillo. Yo más de una vez le dije que más que trabajar parecía que estábamos jugando.
Mientras cumplíamos con nuestras tareas cotidianas, él supervisaba nuestra labor y nos alentaba a aprender cosas nuevas. Quería que nos promocionáramos laboralmente y nos enriqueciéramos en lo personal. Con él la informática parecía cosa de niños.
También le gustaba hablar de cualquier cosa de actualidad o de la vida, y organizábamos pequeños debates en los que se mezclaban opiniones muy profundas y trascendentales con otras llenas de humor.
Lo mejor eran los café bombón con los que iniciábamos la jornada. Compramos una cafetera eléctrica entre todos, y procurábamos que la despensa nunca estuviera vacía: leche condensada, café, filtros, cucharitas y vasos.... Estas pequeñas tertulias atrajeron a más de un compañero o jefe, y fueron la envidia de otros departamentos. Aún después de que él se marchara, continuamos con esta costumbre.
Lo cierto es que a él nunca le gustó aquel trabajo, llegó allí de rebote para suplir a la persona que era hasta entonces nuestro jefe, pero sin embargo cambió nuestra forma de trabajar y formamos todos un equipo en el que se mezclaba lo laboral con lo sentimental, pues a nuestras ganas de trabajar y de hacer las cosas lo mejor posible se unió el gran afecto que le profesamos desde entonces y que él correspondía sobradamente. Él nos conocía perfectamente, y a cada una nos sabía tratar como mejor correspondía a nuestra forma de ser. Nosotras también sabíamos sobre su vida personal por pequeñas cosas que nos contaba.
Pero aquel trabajo no era para él, que estaba preparado para tareas muy diferentes y más cualificadas. Su disgusto creciente con la empresa hizo que empezara a cogerle manía a algunos de los jefes que estaban por encima de él, y un buen día no se le ocurrió otra cosa que colgar en Internet una especie de “gacetilla”, que no recuerdo cómo tituló, en la que escribía a diario por la noche en su casa y en la que se burlaba de buena parte de la jefatura del centro, poniéndoles motes para no comprometerse pero lo suficientemente significativos para que todos supiéramos a quién se estaba refiriendo. Me acuerdo especialmente del que le adjudicó al Director, “Corleone” creo que fue. Y para más inri le fue dando a todo el mundo la dirección en Internet para que lo vieran.
No contento con eso, colgó también la base de datos que había hecho para todo el personal, con lo cual cuando estalló el escándalo se montó la de San Quintín al ver la gente sus datos personales y sus caras expuestas de esa manera.
El expediente disciplinario que le metieron no fue a mucho más por las consecuencias que ésto tuvo para él, pues se vió obligado a acudir a un psiquiatra y seguir un tratamiento para superar la depresión y el estado de ansiedad que le sobrevino a raíz de todo aquello, y por el que tenía que tomar un montón de pastillas. Le relegaron al ostracismo en un despacho sin casi trabajo, y cuando íbamos a visitarle allí se volvía de espaldas de cara a la pared para que no le viéramos llorar como un niño.
Poco tiempo después consiguió un destino en otro centro y sólo le vimos en una ocasión que vino para saludar a la gente, y en la que comprobamos que volvía a ser él mismo.
Con el tiempo piensas en las situaciones tan rocambolescas en las que nos vemos metidos algunas veces en la vida, y cuyo alcance no sabemos valorar hasta que no tomamos distancia.
Dicen que a las personas con un coeficiente intelectual muy alto se les suele ir la pinza bastante en determinadas situaciones. Puede ser que ese fuera el caso de mi jefe, su reacción ante una situación de frustración, pero para mí será siempre una persona muy especial, inteligente, sensible y muy vital, alguien a quien mereció la pena conocer.
Ese fue mi jefe.
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