- Recuerdo, no sé por qué, un cenicero de cristal blanco que había sobre una de las mesas del salón de la casa de mi abuela materna. Tenía delicados cisnes alrededor y algunos parecía como que bebían de él. Era un objeto que captaba mi atención casi por completo siempre que iba allí, y me quedaba abstraída mirándolo. También me acuerdo de un gran aparador que tenía, con un espejo enorme, sobre el que reposaban dos grandes fotografías enmarcadas en plata: una en la que aparecíamos mi hermana y yo de niñas, muy guapas, rubias y bronceadas, cuando veraneábamos en Torrevieja, y otra que era un primer plano de la Reina, que mi tía Carmen le hizo en una ocasión que coincidió con ella.
- Recuerdo a mi primo Alejandro en un cumpleaños en su casa: lo sentamos en una silla y le tapamos los ojos con un pañuelo anudado detrás de la cabeza para darle a probar todo tipo de potingues que se nos ocurrían. Creo que le dimos a probar, entre otras cosas, Coca-cola mezclada con patatas fritas. Él lo escupía todo al suelo, con una mezcla de asco y de guasa. Era muy ganso y siempre tuvo muy buen carácter, era muy bromista. Se dejaba hacer cualquier cosa con tal de hacernos reír.
- Me acuerdo de mi primo Miguel Ángel, al que llevo unos cuantos años, cuando le compré con unos pequeños ahorros que tenía un paracaídas pequeño con su paracaidista incorporado, en una tienda de chucherías que había cerca de la casa de mi abuela paterna. Luego nos fuimos con mi hermana y su hermana al gran patio que tenía mi abuela y, como hacía mucho viento, lo desplegábamos y lo soltábamos. Llegó a volar hasta los pisos más altos, para luego caer. En otra ocasión le compré un arco con flechas, pero era malillo y no tardó en partirse por la mitad. Como mi primo hacía judo en el colegio, le gustaba practicar con mi hermana y conmigo, intentando hacernos llaves metiéndonos los pies entre las piernas para hacernos caer, cosa que no consiguió nunca porque nosotras éramos muy grandes a su lado. Ahora el gigante es él.
- Tengo un mal recuerdo de un día en que jugando hubo un accidente en casa. Mi hermana metió un dedo en el dintel de la puerta, que estaba abierta, donde las bisagras, y a mí, que era impulsiva y hacía las cosas muchas veces sin pensar, no se me ocurrió otra cosa que cerrarla de golpe, con lo que le arranqué la uña de cuajo. Lloraba muchísimo, mirándose la mano ensangrentada, mi madre medio desmayada en un sillón después de haber llamado a mi padre, que estaba en el trabajo. En cuanto llegó se la llevó en brazos a un puesto de socorro que había cerca de mi barrio, y volvió compungida con la mano vendada. Su uña nunca ha crecido bien después. La peor sensación que tengo es que yo en aquel momento lo que tenía era miedo por la paliza que suponía que iban a darme, más que por lo mal que lo estaba pasando mi hermana. Al final, sorprendentemente, no me dijeron nada.