Katharine Hepburn es una de esas mujeres fuertes a las que todas hemos deseado parecernos alguna vez. Procedente de la alta sociedad, su porte y sus ademanes fueron siempre los de una gran dama, y no perdía nunca su distinción ni aún en las situaciones más rocambolescas y apuradas a las que el argumento de las películas que rodó la condujera.
Hace poco, en una entrevista en una revista, que concedió siendo ya mayor (debió ser por la época en que rodó En el estanque Dorado), desvelaba entre confidencias muchas de las cosas que le habían sucedido en las relaciones amorosas que mantuvo antes de conocer a Spencer Tracy, el hombre de su vida. Hablaba con una desinhibición maravillosa.
De su marido poco pudo decir, porque debió ser un hombre bastante corriente y ella era muy joven cuando se casó, pero después de separarse de él no paró. Metida ya en el mundo del cine, entabló relaciones con varios actores, algún que otro director y hasta con un representante artístico. Se la ve en las fotos embutida en elegantísimos abrigos de piel, a las puertas de algún restaurante de moda del que acabara de salir después de una cena romántica o con amigos. Está tan joven que parece ella pero no es. Su gesto aún no tiene la fuerza y determinación que tuvieron después, es más dulce, más soñador, como trémulo. Parece necesitar la protección masculina.
Cuando conoció a Howard Hughes, el excéntrico millonario aficionado a los aviones y a las películas, vivió uno de los romances más intensos físicamente de todos los que tuvo después. La primera vez que le vió, él aterrizo con su aeroplano sobre el campo de golf en el que Katharine estaba jugando, sólo para impresionarla, y se puso a jugar con ella y el acompañante que en ese momento ella tenía. Por supuesto, la invitó a salir. Katharine dice que era un hombre tímido al principio, sobre todo porque padecía sordera y eso mermaba sus facultades sociales. Le encantaba el timbre de voz de ella, porque era lo bastante alto y su dicción lo bastante perfecta como para que él pudiera oirla y se sintiera a gusto. Cuando se conocieron más, Howard Hughes se reveló como un hombre apasionado para el que el sexo no tenía límite alguno. Su desinhibición era tan absoluta que ella dijo sentirse incluso cohibida en alguna ocasión. Él le enseñó a no tener temores ni dudas respecto al placer físico, a que no tenía por qué avergonzarse de hacer tal o cual cosa durante el acto amoroso, sólo por pensar en lo que opinaría tu pareja.
Katharine era una gran deportista y en aquella época tenía una complexión atlética, algo que gustaba mucho a su amante, al que disgustaban las mujeres débiles física o psíquicamente. Ella volaba con él en su hidroavión, aterrizaban en mitad de un lago o del mar, se desnudaba y se zambullía en el agua. Estaba orgullosa de lucir su cuerpo.
Puede que Katharine intuyera algo de la locura que ya afloraba en él y que no haría sino aumentar con el paso del tiempo, porque a las reiteradas proposiciones de matrimonio que éste le hacía, ella no contestaba o se negaba lo más cortésmente que podía. Hasta que él se cansó y decidió que lo dejaran.
Uno de sus mejores amigos, el director George Cukor, decía que ella era una excéntrica adorable, y que lo más excéntrico de todo es que ella se consideraba normal.
Acostumbrada a vivir libremente, miembro de una numerosa familia, la única sombra que empañó su adolescencia fue la muerte de su hermano mayor, al que adoraba. Ella siempre dijo que fue accidental, pero la versión oficial siempre afirmó que había sido un suicidio.
Después de tan ajetreada vida sentimental cuesta creer que terminara enamorándose perdidamente de un hombre como Spencer Tracy, alcohólico y machista, un amargado que no fue capaz de solucionar sus problemas personales y que nunca se quiso casar con ella porque era católico y no se podía separar de su mujer, con la que tenía un hijo con retraso mental. Ella, icono del feminismo, claudicaba al menos en apariencia a los deseos de él, sólo con tal de verle feliz. En la gran pantalla hacían una peculiar pareja, porque era como si se representaran a sí mismos, sus carantoñas, sus peleas, esa forma tan personal e íntima que tiene cada pareja de relacionarse y que sólo ésta conoce. Katharine debió ver algo en él que los demás no hemos sido capaces de ver nunca. Quizá le conmoviera su fragilidad emocional, su vulnerabilidad tan enorme, apenas disimulada bajo una apariencia bravucona. El caso es que fueron pareja durante muchos años, hasta que él murió, y ella le sobrevivió muchos años más aún, feliz de recrear su recuerdo y todos los momentos inolvidables que pasaron juntos.
Katharine fue una mujer que disfrutó de la vida intensamente, aprovechó al máximo todo lo que ésta le reparaba, y tuvo unas convicciones lo suficientemente firmes y profundas como para no renunciar jamás a ellas. Nunca un pensamiento y un corazón fueron más libres, nunca nadie fue más fuerte y a la vez más sentimental y humana. A ella dedicaré un post más adelante en mi serie de Mis actrices favoritas.
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