Es curioso cómo algunas personas hacemos constante referencia a nuestra infancia como si se tratara de una etapa en la que nos ocurrieron cosas trascendentales y que parece que nunca hemos llegado a superar.
En mi caso nunca podré decir aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero sí es cierto que mi niñez fue una época de aprendizaje constante, de curiosidad por todo lo que me rodeaba, de ilusión. Siempre disfruté con los placeres sencillos: la forma de entrar la luz del sol por una ventana, la lectura de un buen libro, la contemplación de un paisaje bonito, escuchar una conversación interesante, una película que se me quedara grabada en la memoria por alguna razón especial…
Solía abstraerme por completo en mis pensamientos, hasta el punto de que si alguien me llamaba tenía que insistir muchas veces porque ni me inmutaba siquiera, no oía nada, tal era el grado de ensimismamiento que tenía. Cuando no estaba estudiando o hacía alguna de las cosas que me gustaban, podía pasar las horas muertas nada más que siguiendo el hilo de mis elucubraciones, que yo no convocaba y que nunca sabía a dónde me iban a llevar, pero con las que iba conformando mi visión del mundo.
A veces pienso que podría haber ingresado en una orden religiosa de esas que dedican mucho tiempo a la meditación, a la contemplación y al silencio. Me parecía a los monjes budistas, siempre buscando el equilibrio con la Naturaleza, la armonía espiritual. Aunque nunca he compartido su gusto por madrugar y por castigar el cuerpo con comidas frugales y duros ejercicios físicos. Educar lo llaman a eso.
La infancia es un estado de gracia, un momento de la vida de las personas en las que somos el centro del mundo de los adultos que nos rodean, un tiempo en el que nos sentimos protegidos, cuidan de nosotros, y no tenemos más responsabilidades que las propias de nuestra edad, aunque desde nuestra óptica de niños nos pudieran parecer a veces enormes. Vivimos con completa despreocupación, o casi.
Luego, según nos hacemos mayores, estamos deseando que llegue el momento de nuestra independencia, de poder tomar nuestras propias decisiones, de hacernos también adultos. Y cuando por fin lo somos, nos damos cuenta ya tarde que hemos perdido el estado de gracia, que ya no somos el centro del mundo de los adultos que nos rodean, aunque sí de los niños que nos siguen, nuestros hijos. Es entonces cuando percibimos la falta de la protección que teníamos, sensación que en un adulto debería ser relativa si tiene una madurez emocional, pero que siempre es muy agradable sentir da igual la edad que se tenga.
Nuestros familiares se eximieron hace tiempo de la obligación de cuidar de nosotros, sólo despertamos en ellos cierta preocupación, y antes al contrario somos nosotros los que debemos cuidar de los adultos que un día nos atendieron. Las responsabilidades son muy grandes, y a veces nos abruman.
A mí me ensalzaron mucho mientras fue niña. La familia de mi madre, para la que mi hermana y yo éramos las únicas nietas y sobrinas, nos alababan constantemente, resaltando tal o cual cualidad o talento que creyeran ver en nosotras. Y nos reían las ocurrencias, lo cual era muy halagador, a decir verdad.
No sé por qué se pierden esas atenciones cuando nos hacemos mayores. Lo veo incluso ahora en mis hijos, que como van siendo mayores parece que ya no se les hace tanto caso. Es como si el ser un infante despertara la ternura y el interés de los adultos, y todo esto desapareciera al crecer. Sólo se atisba un poco de lo que hubo cuando algún familiar nos sigue llamando cariñosamente con algún diminutivo que usaba cuando moceábamos y que hace mucho tiempo que ya nadie utiliza con nosotros. A mi hermana y a mí, con los años que tenemos, todavía nos siguen llamando “las niñas”. Y es porque no nos ven a nosotras tal y como somos ahora, sólo ven a las que fuimos antaño.
Yo no haré eso nunca con mis hijos. Los voy a querer siempre tanto como el primer día que supe que los iba a tener. Hagan lo que hagan, tengan la edad que tengan, serán tan importantes para mí como nunca han dejado de serlo, y no porque me recuerden los niños que fueron, sino por ellos mismos, en todas sus etapas, en todas sus facetas. Antes al contrario, cada día los quiero más.
La infancia, ese paraíso perdido, ese lugar remoto del que conservamos retazos de memoria e improntas en el alma. En realidad nunca dejamos de ser niños del todo.
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