La pensión Filo era propiedad de unos tíos de mi madre y estaba situada en la madrileña plaza de Santa Ana, junto al hotel Victoria. Ubicada en un inmueble muy antiguo, la fachada a los lados del portal estaba peculiarmente adornada con azulejos blancos llenos de pinturas de paisajes.
Una vez dentro, llegabas a través de unas vetustas escaleras de suave ascenso a una puerta, con una mirilla redonda de arabescos plateados que se abría apenas imperceptiblemente para ver quién era el visitante.
La pensión era un laberinto de pasillos interminables, a los lados de los cuales se sucedían las habitaciones de los inquilinos, veinti tantas. La número 13 no existía. Cuando iba de visita con mis padres y mi hermana, siempre fue aquel un lugar que despertaba mi curiosidad. La tía de mi madre, una señora mayor, menuda y muy activa, con su pelo rubio recogido en un moño italiano, sus ojos azul claro y su piel tan blanca, nos recibía todo sonrisas, embutida en elegantes trajes chaqueta con falda y calzada con zapatos de tacón. Tras besarnos muy cariñosa, nos conducía por aquellos pasillos tan largos y zigzagueantes hasta un salón enorme. De esta estancia lo que más me llamaba la atención era el gran tapiz que la presidía y un frigorífico situado estratégicamente junto a uno de los grandes balcones que la iluminaban y desde los que se tenían unas magníficas vistas de la plaza y del Teatro Español. Nunca había visto un frigorífico en un salón. De él sacaba refrescos y pasteles que nos ofrecía para agasajarnos. Mi hermana, que por entonces era muy glotona, comió tantos en una ocasión que luego acabó con una vomitona cuando regresamos a casa.
Cuando tenía yo 12 ó 13 años fueron a vivir allí también la hija de esta tía, con su marido y sus tres hijos. Se habían cansado de la situación de inseguridad que tenían en San Sebastián, la ciudad en la que habían residido hasta entonces, debido a los constantes atentados que ETA perpetraba en aquella epoca. Cuando uno de los niños se rompió una pierna bajando a toda prisa las escaleras de la casa en la que vivían, una de las veces que llamaron los terroristas diciendo que habían puesto una bomba, decidieron que aquello no podía continuar así y se vinieron a Madrid. Además ellos no habían conseguido nunca aprender vasco, asignatura obligada en la escuela. Mi hermana y yo nos encerrábamos con ellos en la habitación que ocupaba en la pensión el mayor y nos dedicábamos a perseguirnos y a saltar por encima de la cama. La prima de mi madre me dejaba al cuidado de todos diciéndome: “Cuida de ellos, que tú eres la mayor y la más formalita”. En realidad teníamos casi la misma edad, y yo era tan gamberra como el resto, aunque aparentaba lo contrario.
La tía de mi madre tenía varias mujeres en el servicio que se ocupaban de la cocina y la limpieza. Con ella permanecieron hasta que murieron siendo ya ancianas. Mi madre las recuerda en su infancia liando croquetas sin parar para la hora de las comidas. Los inquilinos eran personas apacibles y discretas que casi nunca se dejaban ver.
Con el tiempo, cuando murió el tío de mi madre, decidieron que ya era hora de traspasar el negocio y jubilarse, y se fueron a vivir a una zona muy cara de Madrid, aunque creo que echaron de menos el encanto de la plaza de Santa Ana y sus alrededores.
Cuando paso por el nº 15 de la plaza, con su fachada tan peculiar, un sentimiento de nostalgia me invade, pues las veces que iba allí lo pasaba muy bien. No hay nada más interesante y misterioso para un niño que una gran casa llena de pasillos y habitaciones en los que poderse perder.
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