lunes, 13 de septiembre de 2010

Encierros (II)

A veces contrataban a cuatro hombres jóvenes que, vestidos de goyescos, se ganaban la vida montando un espectáculo muy original que incluso ha merecido un reportaje en televisión. Además de los recortes, usaban pértigas para enfrentarse al toro corriendo y clavarlas en el suelo para saltar sobre ellos cuando ya parecía que los iba a coger. También salían corriendo hacia el toro para saltar frente a él cuando ya los embestía, cogerle por los cuernos y, haciendo una pirueta en el aire sobre el animal, terminar aterrizando de pie al otro lado, con las manos en alto, tal y como hacían en la antigua Roma. Esto era algo que me encantaba ver, porque lo hacían con mucha elegancia.
A veces se ponían de acuerdo para saltar sobre el toro alternativamente una y otra vez, como en un fuego cruzado que venía desde todos los puntos de la plaza.
Uno de los hombres, el más bajito, hacía también como de bombero torero, situándose en el centro de la plaza sobre un gran cubo de madera y quedándose quieto como una estatua. Los toros pasaban a su lado casi rozándolo, parecía que en el último momento se lo iban a llevar por delante. El público aplaudía a rabiar su sangre fría.

Cuando el encierro iba terminando, se abría una de las salidas, donde estaba situado el camión que antes portaba a los animales, y algunos mozos intentaban atraerlos hacia allí con recortes y citándolos. Pero cuando esto no daba resultado, que solía ser con bastante frecuencia, entonces salían varios hombres, encabezados por uno de más edad, todos provistos de largos palos, con los que golpeaban el suelo para reconducirlos, cuando no los lomos o los cuartos traseros de los infortunados animales. Si aún así persistían en no abandonar la plaza, entonces se procedía a “enmaromar” a los toros, acción que consistía en situarse los hombres unos frente a otros, a los lados de los animales y a prudente distancia, sujetando los extremos de una gran soga, que debían conseguir pasar por encima de los bichos hasta que topara con las astas, momento en el que corrían en círculo cada uno en dirección contraria hasta encontrarse, y así quedaran los cuernos anudados en la maroma, para poder arrastrar al animal hacia la puerta de salida. Este proceso podía durar bastante rato.

Estos toros se usaban para las corridas de la tarde, donde sí había que pagar entrada, y su carne se vendía después a buen precio. Allí se aprovechaba todo.

A mí lo que más me llamaba la atención era la forma de reaccionar del público. Se tomaban la fiesta con una mezcla de pasión y de chanza, y afrontaban la mañana provistos de toda clase de alimentos, chucherías y bebidas. Las cáscaras de las pipas llovían con profusión andamios abajo por entre los huecos, de manera que todo el que pasara por allí se veía cubierto de una manta de desperdicios, cuando no de un chorro de alguien al que se le hubiera caido la bebida.

Allí se gritaba mucho, la emoción era enorme, y cuando alguien del público se ponía a discutir con otro, normalmente por una cuestión de reserva de asientos, que estaban prohibidas, el resto de la plaza se ponía a hacerles la ola mientras chillaban, en gesto de burla y desaprobación.

Recuerdo que los encierros me desagradaron mucho al principio de frecuentarlos, porque siempre he estado en contra del maltrato a los animales, mucho antes de que esta postura se convirtiera en moda. Sólo accedí a presenciarlo porque sabía que al animal no se le clavaban banderillas ni se le sacrificaba al final, aunque desde luego era penoso verlos extenuados, con la lengua fuera, llenos de miedo y de rabia. Esta fiesta tiene algo, sin embargo, que termina enganchándote a fuerza de contemplarla, como si despertara los instintos más primitivos que todos llevamos dentro, una fuerza atávica y salvaje que está en nuestro interior sin apenas percibirlo y que nos seduce y arrastra sin remedio y sin poderle encontrar una explicación.

Ahora los rememoro en la distancia, y todavía hay algo de ellos que me sigue cautivando de forma irracional. Quizá sea nuestra raza, la de un país acostumbrado desde hace siglos a la barbarie y a la sangre, que nos conforma, identifica y diferencia frente al resto del mundo, y a la que parece que estemos avocados sin remisión.

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