viernes, 10 de septiembre de 2010

Encierros (I)

Ahora que están mis hijos en las fiestas del pueblo de su padre, no puedo por menos que recordar cómo era aquel ambiente, cuando yo lo frecuentaba.

La primera vez que estuve allí fue una experiencia impactante para mí. Yo, como chica de ciudad, no estaba acostumbrada a los festejos y costumbres de los pueblos. Ya sólo el tener que subirme a los andamios, colocados formando un gran coso circular en la plaza del ayuntamiento, y estar apretujada desde por la mañana temprano entre un montón de gente bullanguera y con pocos modales, en la zona de sol, pues para la sombra había que madrugar aún mucho más, era algo que me disgustaba.

A la hora convenida se oía un cohete lejano lanzado en lo alto del pueblo, señal de que el camión que transportaba a los toros abría su puerta trasera para dejarlos salir libremente, carretera abajo hasta la plaza. Los mozos (nunca vi mozas), corrían delante y a los lados de los morlacos, dándole algunos golpes, como hacen en San Fermín, demostrando así a todos lo valientes que eran y a cuánto se atrevían. La gente se amontonaba detrás de los tablones, unas vallas protectoras que colocaban a ambos lados del trayecto que iban a hacer los animales, con espacio suficiente para que se pudieran colar por ellos una persona no muy gruesa en caso de apuro.

Encabezando el tropel iban los cabestros, de cuyos cuellos colgaban grandes cencerros, que los toros seguían y que les servían de guía. Aunque son mansos, yo he visto a más de uno en alguna ocasión que se ha rebelado ante tanto maltrato, y como son tan grandes y huesudos y con unos cuernos larguísimos, no es como para no tomarlos en serio. Los toros, como una media docena, no eran de gran calidad, pues a la mayoría se les podía ver algún cuerno retorcido o cualquier otro defecto, y no solían ser de gran envergadura.

Su llegada a la plaza era espectacular. Los mozos los aguardaban subidos a los lados de las grandes puertas de una de las salidas, prestos a cerrarlas en cuanto hubiera terminado de meterse el último, y los que llegaban corriendo exhaustos y sudorosos se apresuraban a dirigirse a derecha e izquierda para esquivar el aluvión que se les venía encima. Algunos perdían pie y caían, para consiguiente susto de la concurrencia, que lanzaba un chillido general de miedo y sorpresa. Casi siempre conseguían levantarse a tiempo y huir. Sólo recuerdo una vez que no fue así, pero el accidentado tuvo la suerte de que apenas le empujaran un poco, pasándole por encima y a los lados.

Entonces venían los “recortes”, que consistían en que unos cuantos mozos, apostados en diferentes puntos de la plaza, corrían como locomotoras para pasar por delante del toro, que les salía al encuentro, y sortearlo deteniéndose por un instante frente a su cara, momento en el que arqueaban la espalda como para evitar la cornada, con los brazos en alto. Parecía un movimiento hecho a cámara lenta, suspendido en el aire por unos segundos que se hacían eternos. El animal, perplejo ante la maniobra, no solía calcular con suficiente rapidez el cambio repentino del rumbo que tomaba su contrincante, y era como si también se detuviera por un instante, tiempo suficiente que le servía al recortador para salir por pies, en medio de una gran ovación.

No todos los recortes merecían el aplauso, pues los había precipitados y deslucidos. Sólo unos pocos mozos conseguían darle el garbo necesario para que el conjunto resultara elegante y digno de admiración. Era como si el mozo se permitiera retar al toro aunque fuera por breves momentos y decirle que no le tenía miedo, a pesar de su fiereza. Estos mozos solían ser los más solicitados, y su aparición en escena levantaba siempre una gran expectación.

Al principio los recortes se suceden contínuamente, porque los mozos están aún frescos y tienen ganas de tentar a la suerte, pero al cabo de un rato se hacen esporádicos. En cambio de un toro, por fatigado que pueda parecer, nunca se podía uno fiar, porque cuando menos te lo esperabas tenían un arranque y te podían llevar por delante en el momento más inesperado. Más de una cogida vi yo, cuando el recortador es lanzado por los aires y luego pisoteado y corneado, pero socorrido por los compañeros, solía salir magullado y poco más.

De vez en cuando aparecía algún espontáneo con su muleta, dispuesto a amagar unos cuantos pases como si de una verdadera figura del toreo se tratara, pero el resultado solía ser bastante desalentador.

Hubo una ocasión en que un toro, especialmente ágil a pesar de su gran tamaño, se puso varias veces de pie sobre las patas traseras y, apoyándose con las delanteras en la valla de madera circular que rodeaba el coso, hacía amago de saltar a los andamios, atisbando con el hocico a los que se apiñaban en el burladero creyéndose seguros. La alcaldesa se tuvo que asomar al cabo de un rato para decir por megafonía que el toro debía ser retirado porque resultaba peligroso, lo cual fue recibido entre sonoros abucheos. A mí tampoco me gustó, porque quería ver de lo que era capaz aquel morlaco tan decidido que se comportaba de manera diferente a los demás. Oí a unos que tenía sentados cerca que en una ocasión, hacía tiempo, un toro empezó a hacer eso y, como no fue retirado, terminó saltando con agilidad pasmosa a la zona donde se sentaba el público, que huyó como pudo despavorido, para luego dedicarse a corretear por el burladero, para mayor susto de los que por él circulaban. Cómo me hubiera gustado verlo.

No hay comentarios:

 
MusicaServicios LocalesContadorsAnuncios ClasificadosViajes