Es agradable comprobar cómo, año tras año e independientemente de las preocupaciones que cada cual podamos tener, la Navidad se va instalando poco a poco en nuestras vidas, como siempre ha hecho cada vez que ha llegado el momento, hasta llenar nuestra casa y nuestro entorno de luces, colores y ambiente festivo. Es algo que se repite indefectiblemente y que además es necesario, porque supone un agradable y dulce paréntesis en la rutina de nuestra cotidianeidad. Para mí el año termina y comienza uno nuevo en estas fechas más que con la tradicional y precipitada indigesta ingesta de uvas del 31 de diciembre.
En casa los adornos resisten el desgaste del uso y del tiempo demasiado bien, pues prácticamente son los mismos que compré en su momento cuando empecé a vivir allí: el árbol desmontable que cada vez pierde más pelitos verdes y pone el suelo perdido; el pequeño Belén; los dos cestos de mimbre llenos de piñas y bolas, las de una en azul y las de la otra en rojo vino; la flor de Pascua artificial con hojas blancas y doradas y haces de fibra óptica que cambian suave y constantemente el color de su luz y me relaja sobremanera; el centro de frutas en tonos dorados y bronce que cuelgo en la parte de fuera de la puerta de casa (lo voy a tener que cambiar porque pesa mucho y cada dos por tres se está cayendo); y un Papá Noel grande y blandito que tiene una campanilla y unas gafitas doradas y que quita el stress cuando lo achuchas.
Los adornos del árbol me ayuda siempre a colocarlos mi hija: las guirnaldas de colores, las botitas plateadas cada una con una bola de un color, el papá Noel que parece un mago de Hogwarts, tan majestuoso y misterioso, las bolas, el remate que lo corona en lo más alto, los lazos rojos transparentes con dibujos dorados, las luces intermitentes… Este año compré unas bolas plateadas, blancas y transparentes para renovar las existencias.
Luego pongo más guirnaldas aquí y allá, y los crismas más bonitos que he ido recibiendo a lo largo de estos años. Ahora sólo me queda una amiga que los manda, el resto prefiere el correo electrónico o los mensajes de móvil para felicitar las fiestas. Con esta amiga sólo mantengo contacto desde hace algún tiempo de todas esas formas, y a la pobre nunca le he llegado a decir que me divorcié, porque es tan sensible que le supondría un gran disgusto, y para qué. Frecuentaba mucho mi casa cuando los niños eran pequeños, y sé que le daría mucha pena si lo supiera, por lo que cada vez que me manda el consabido crisma (siempre se me adelanta), se dirige a mí y a mi ex marido, lo cual me produce una mezcla de melancolía y un poco de fastidio, pero en fin, así es la cosa.
Este año le escribí: “Querida Mª Carmen: como siempre, recibimos tu precioso crisma, costumbre ésta que parece en desuso y que yo pienso cultivar toda mi vida porque me encanta.
Te pasará como a mí, que la Navidad me fascina y disfruto mucho con todo lo que tiene que ver con ella. Me alegro de que a Lunita se le pasara ya todo y de que estéis bien.
Si no nos toca la lotería ni nos van a aumentar el sueldo, recibir una herencia o cualquier cosa parecida, que por lo menos nos vaya como hasta ahora, ni más ni menos. Un besazo para todos”.
Lunita es su perra. No creo que quiera a ninguna persona tanto como la quiere a ella.
En el trabajo la Navidad sólo se nota a la hora de comer dulces, aquí son muy sobrios en lo que a adornar se refiere.
Y es que estas fiestas las vivimos cada uno de manera diferente, y para cada uno significa algo distinto. La de mi infancia no es como la de ahora, pero ha quedado en la memoria y en el corazón pequeñas cosas de aquella época que me encantaban.
En casa ya no quitamos los adornos hasta que no acabe enero, y no los dejo más porque me da casi vergüenza.
Lo que sigo poniendo aunque los niños ya sean mayores son unas botas grandes de tela roja, una para cada uno de mis hijos, que cuelgo de las puertas de cristal de la librería del salón, y que lleno con muñecolates y paquetes envueltos como de regalo con todo tipo de dulces y chocolates. Cuando eran más pequeños le añadía alguna pequeña figura con personajes de Walt Disney. Siempre les dejo algo en Nochebuena. Les sigue gustando ver qué hay dentro de las botas.
A ellos ya se les ha pasado casi toda la ilusión que tenían siendo pequeños, pero a mí no. Ignoro si alguna vez se me acabará también. Yo creo que no debemos perder las raíces de nuestra infancia, aunque nos llamen niños por ello.
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