Solo en casa es la típica película que nunca puede faltar en época navideña. El protagonista, Kevin, es un niño que está harto de recibir las constantes reprimendas de su numerosa familia, por lo que cuando todos se marchan de viaje y se olvidan de él accidentalmente, a la sorpresa inicial sigue el regocijo.
El niño campa por sus respetos en su casa (maravillosa por cierto). Se le puede ver haciendo todo lo que está prohibido: comer helados y chucherías en cantidades ingentes, tirarse con un trineo de madera escaleras abajo en su casa y salir por la puerta abierta hasta el jardín, investigar en las habitaciones de sus hermanos en las que causa algunos estropicios…
Macaulay Culkin era por entonces un pequeño actor revelación que hizo las delicias de todos por su naturalidad y por su encanto personal: sus prominentes y rojos labios hacían juego con su ropa y hasta con el edredón de la cama en la que duerme, sus ojos tan azules y expresivos hacían una combinación perfecta con su precioso pelo rubio platino. La película está llena de esa mezcla tan navideña de rojos y verdes.
Cuando la familia se da cuenta del olvido, se producen muchas situaciones tragicómicas que muy bien podrían suceder en la realidad, como la madre intentando hablar con la policía de su distrito, mientras al otro lado del teléfono se pasan la llamada unos a otros como quien pasa un encargo molesto y sin importancia. Le recitan de carrerilla todas las causas por las que un agente iría a su casa (altercados violentos entre miembros de la familia, ingesta accidental de veneno, incendio), hasta que por fin, ante la insistencia y su angustia, atienden su petición.
O cuando la madre está intentando dar dinero y vender sus objetos personales en el aeropuerto a cambio de un billete de avión de vuelta, pues todos los vuelos tienen las plazas ocupadas. Pasará de la angustia a la tristeza y después a la ira. Viajará en todo tipo de transportes, viéndose metida en toda clase de situaciones rocambolescas con tal de alcanzar su objetivo.
Y mientras, Kevin hace su vida en casa. Se le ve subido a un taburete, recién bañado, con la toalla enrollada a la cintura, peinándose frente al espejo. En dos ocasiones se echa la loción de su padre para después del afeitado y prorrumpe en sonoros gritos, porque no se acuerda de lo mucho que luego le escuece la cara. Quiere ser como los adultos.
Cuando se da cuenta de que dos ladrones acechan su casa, es increíble la que monta en el salón para hacer creer que está llena de gente y que hay una fiesta, moviendo maniquíes con cuerdas y poniendo la música a toda pastilla.
Su hermana mayor se preocupa por él, allá en la habitación del hotel de París, pero el hermano mayor no es de la misma opinión, y más alejado de la realidad no puede estar. “Hay detectores de humo, y además vivimos en el barrio más aburrido de todos los EE.UU. de América, donde nada remotamente peligroso puede pasar”.
Es también inefable la escena en la que ha encargado una pizza y el chico que se la trae sale por piernas asustado, después de recoger el dinero, cuando escucha la grabación que Kevin ha puesto de una película de gángsters, en la que se oyen amenazas y ráfagas de ametralladora, y que luego le servirá tambien para ahuyentar a los ladrones.
El niño, que parecía pasárselo maravillosamente al principio, empieza a echar de menos a su familia, y duerme con la foto de ellos bajo su almohada, arrepentido por haber deseado que desaparecieran.
La forma como responde al interrogatorio de la cajera del supermercado es hilarante, porque resulta muy cómico ver a un niño de seis o siete años contestando con la misma inteligencia y astucia que tendría un adulto. “¿Dónde vives?”. “No se lo puedo decir”. “¿Por qué no?”. “Porque es una extraña”.
En realidad, toda esta experiencia le está sirviendo para hacerse mayor muy deprisa y dejar a un lado sus temores infantiles, como cuando baja al sótano y corta de raíz la terrorífica alucinación que tiene con la caldera de la calefacción, que le parece un monstruo que abre sus fauces llenas de fuego para amenazarle. Kevin demuestra de lo que es capaz a pesar de su corta edad desplegando los mismos recursos que ha visto en los adultos, y demuestra que puede quedarse solo en casa sin ningún problema: se prepara sus comidas, cuida de su aseo personal, pone la lavadora y dispone del dinero con la mayor soltura. Lo que hace gracia es la naturalidad y la parsimonia con que se desenvuelve, como si en realidad lo hubiera estado haciendo toda la vida.
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