lunes, 27 de diciembre de 2010

Solo en casa (II)

Hay detalles muy buenos en la película, como cuando Kevin se da cuenta de la presencia de uno de los ladrones, cuya imagen asomado a la ventana se refleja en una de las bolas que está colgando en el árbol de Navidad.

Su conversación con un hombre disfrazado de Santa Claus en la calle no tiene desperdicio, cuando pone en duda que él sea el verdadero. “Soy demasiado mayor para no saber cómo funciona esto”.

Y la jugosa conversación que tiene con su vecino en la iglesia, un hombre al que tenía miedo por su fama de malvado y por su gesto amenazador. El anciano le cuenta que tiene miedo de la reacción de su hijo, al que hace muchos años que no ve tras una fuerte discusión, si intentara contactar con él. Kevin cree que es demasiado mayor para tener miedo. “Se puede ser viejo para muchas cosas, pero no para tener miedo”. El niño también tiene sus propios temores. “A un amigo mío le cascaron porque se rumoreaba que tenía un pijama de dinosaurios”.

Kevin elabora un plan de ataque ante la inminencia de la llegada de los ladrones: pone un hierro al rojo vivo en el pomo de la puerta de la entrada principal, coloca adornos navideños bajo la ventana para que los pise el que quiera entrar por ahí, pone brea en las escaleras, un plástico pegajoso en una puerta y un ventilador bajo el que hay unas plumas … Resulta divertido y excitante ver cómo prepara las trampas, en un derroche de imaginación y de estrategia casi militar, pero lo es mucho más todavía cómo el enemigo va cayendo en todas y cada una de ellas.

Cuesta creer que los intrusos puedan mantenerse en pie con la cantidad de golpes que reciben, hasta con una escopeta de aire comprimido les recibe Kevin, disparándoles a uno en sus partes y al otro en la frente. Casi dan hasta un poco de pena.

Los altercados se suceden: una plancha que le cae en la cara a uno de ellos cuando tira del cordón que enciende la luz del sótano, el soplete que incendia la cabeza del otro cuando abre una puerta, los clavos esparcidos por las escaleras, los cochecitos a los pies de éstas para que resbalen, los botes de pintura colgando de cuerdas para ser lanzados contra el que quiera subir al piso de arriba...

Kevin, para escapar de sus agresores, recurre a cualquier artimaña, desde coger la tarántula que se ha escapado del cuarto de su hermano mayor para ponérsela en la cara a uno de los ladrones que le ha cogido por una pierna, a deslizarse a través de una cuerda desde su casa a la pequeña casa que tiene en un árbol, situada en frente a cierta distancia.

Al atraparle los ladrones y colgarlo del perchero de la puerta de la cocina, antes de que llegue su vecino en su auxilio, nos damos cuenta de repente de lo pequeño y lo indefenso que es en realidad.

La llegada de su madre dibuja en su cara un gesto mohíno, a medio camino entre el enfado y la decepción, como queriendo decir “Me habéis olvidado”. Ella le dice que lo siente mucho y se funden en un abrazo, mientras la familia va llegando y descubriendo los desastres producidos en la casa. Ellos se asombran de las cosas que Kevin ha hecho en su ausencia: la compra, la colada… “¿Qué más has hecho mientras estuvimos fuera?”, le pregunta el padre. “Nada del otro mundo”, contesta con un gesto de inefable inocencia.

Por la ventana del salón ve a su vecino caminar por la nieve junto a su familia, por fin reconciliados.

Como en todas las películas típicas de la Navidad, siempre hay un hecho poco corriente que tiene lugar, y un buen deseo que se cumple. El hecho inusual es que un niño sea capaz de valerse por sí mismo aún en las circunstancias más adversas. El buen deseo es la reunión de una familia que estaba rota. Aunque creo que estas buenas intenciones deberían tener lugar en cualquier momento del año, y no sólo en Navidad.

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