lunes, 13 de diciembre de 2010

Rafael Alberti y su arboleda perdida

Hace poco caía en mis manos, echándole un vistazo a entrevistas, reportajes y artículos que colecciono y conservo desde hace años, unos extractos que ABC publicó con las últimas líneas escritas por Rafael Alberti antes de morir, hace once años, y que el año pasado volvió a reproducir al cumplirse el décimo aniversario de su fallecimiento.

Se titulaba Memoria desde el mar y la arboleda, y en ella repasa algunos de los acontecimientos de su larga vida.

Yo a Alberti lo había leído poco, quizá porque su ideología política es totalmente opuesta a la mía, y porque me parecía una castaña de hombre cada vez que hacía una aparición pública para recitar algunos de sus versos. Aquellos “se equivocó la paloma, se equivocaba”, me resultaban machacones, relamidos e insustanciales, y más cuando aparecía con Nuria Espert a dúo, magnífica actriz donde las haya, pero que a cursi y petulante no la gana nadie cuando se pone. Tuve ocasión de comprobarlo personalmente en una ocasión, cuando dio una conferencia en mis tiempos de estudiante en la facultad y le faltó tiempo para ponerse a recitar esos sempiternos versos. Me fui antes de que terminara. La verdad es que el pobre hombre estaba ya muy mayor y se veía que no se encontraba bien.

Ahora que releo esas últimas líneas que escribió, me maravilla su prosa como no ha conseguido maravillarme su poesía. Lo único que comparto con él como poeta es su amor por el mar, siempre presente, su constante.

En esta ocasión logró conmoverme profundamente, pues sus palabras son el grito dolorido, desesperado y terriblemente sentimental de una persona que es ante todo un artista y que pese a los muchos años que llevaba en este mundo, le parecían pocos y renegaba de la proximidad de la muerte. Cuánto amor a la vida.

“Ya las últimas hojas de mi arboleda perdida están cayendo, ya van neblinándose los últimos renglones de mi vida, aunque mis ojos siguen conservando la suficiente luz para distinguir las flores que brotan en este sencillo y tembloroso jardín, gracias a una mano celestial que, siempre junto a mi, hace el diario milagro de que todo parezca estrenado.

Todo es belleza a mi alrededor, lianas perfumadas me rodean y arrebatan de los aterradores y oscuros abismos de la vejez, de la muerte. Me voy con los ojos llenos de acontecimientos de un siglo. Un siglo de horrores, de enfrentamientos, dolorosísimas separaciones, de hechos que habitan en mis bosques interiores y en los que casi a mis 94 años, aún puedo caminar sin perderme entre su frondosidad. Pero no me quiero ir. No quiero morirme. Sigo sin querer morirme. ¿Por qué tengo que morirme?. Todavía me retienen muchas cosas, muchos atrayantes sabores que no quiero dejar de percibir”.

Alberti se lamenta de aquellos que se le acercaron por interés, sin tener en cuenta sus sentimientos y su parecer, personas que pretendieron pasar por encima de él como apisonadoras. “Ahora, que ya se han desvanecido tantos falsos e interesados afectos imposibles de mantener, cuando como “los hijos de la mar” machadianos me he ido desprendiendo de lo poco que a lo largo de mi vida he tenido y que para otros ha significado continua inquietud. Ahora, que ya no me siento acosado por personas desveladas en comercializar de forma disparatada cualquier trazo mío (…) Ahora, que se han ido alejando de mi lado las pequeñas y comprensibles vanidades de equívocas jóvenes impacientes por desmantelar los recuerdos de mi memoria, los libros de mis anaqueles y mis distraídos cuadernos de trabajo. Jóvenes ávidos de llegar a la cima por el camino más rápido, sin la mínima posibilidad de trascender en el tiempo poético…”

Como poeta y amante de todo lo que ofrece la vida, tiene un recuerdo para las mujeres que conoció. “Mujeres que habéis pasado presurosas por mi vida, cercanas o lejanas ya, hermosas siempre, por encima de los días, de la crueldad del tiempo y del olvido. No adivino ya vuestros rasgos cuando atravesáis mi, todavía, encendido jardín. Pero siempre seréis un delicado y silencioso recuerdo en las páginas de mi perdida arboleda … Todo en mí sigue latiendo. Amo todo aquello que siempre amé, sin advertir la sorpresa de los que ya me contemplan como un árbol centenario al que le crujen las ramas e imaginan sin savia en las venas”.

De qué forma tan distinta afrontamos la vejez, cada cual según la vida que haya tenido o su forma de ser. Recientemente leía una entrevista que le hacían a Mingote, que tiene casi 92 años, y vi que se lo tomaba de otra manera. Se quejaba de sus múltiples achaques pero decía esperar a la muerte tranquilo, aceptando lo inevitable, sintiéndolo sólo por el disgusto que daría a aquellos que le quieren. Y es que Mingote siempre ha sido así, con su humor tan particular, disfrutando de la vida enormemente también, pero serio, realista y tan reflexivo para sus cosas.

¿Llegaremos nosotros a esas edades?. ¿Y cómo?. Me parece que mi amor a la vida no da para tanto, pero hay hombres, como Rafael Alberti, que no se querían ir.

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