viernes, 21 de enero de 2011

El último samurai

Es El último samurai una película melancólica y bella, a lo largo de la cual podemos apreciar el enorme contraste entre la mentalidad occidental y la oriental, entre la forma de pensar de un norteamericano y la de un japonés.

Cuando un oficial veterano de la guerra de Secesión es hecho prisionero por el Ejército nipón y se le asigna la misión de adiestrar a sus soldados en las tácticas militares de su país, formaremos parte del viaje interior de un hombre que llega física y anímicamente destrozado a un país lejano y exótico cuyas costumbres extraña y cuya mentalidad no entiende, un combatiente que no sólo no tiene miedo a la muerte si no que incluso desea morir.

El oficial americano es un hombre alcoholizado, atormentado por el recuerdo de las atrocidades acaecidas en batallas pasadas. Él, que se le ha encomendado la tarea de enseñar, es a su vez enseñado. Observando a los samurais, una facción de combatientes con unas características distintas del resto, encontrará incomprensible su manera de ver la vida y sus hábitos, para luego terminar aprendiendo absolutamente todo de ellos, tanto lo relativo a la lucha como a la propia existencia.

Durante la película seguimos el curso de los pensamientos del protagonista con su voz en off, que nos va recreando con palabras las imágenes que aparecen ante nuestros ojos. “Jamás he visto tanta disciplina”.Todos son muy educados, pero tras tanta reverencia y tanta sonrisa detecto un acopio de emociones secretas”. “En todo lo que hacen, por pequeño y cotidiano que sea, buscan la perfección”.

Los samurais le dan auténticas palizas cuando quieren enseñarle su forma de combatir. Él quiere prever cuál va a ser el siguiente movimiento de su oponente, pero es un error. “Cuando se lucha no se piensa”. Está acostumbrado a otro tipo de lucha, menos rápida, que permite calcular la reacción del enemigo aunque sea por unos breves momentos. Pero en este tipo de enfrentamiento hay que dejarse llevar por el instinto, atacar sin esperar respuesta, no dar tregua. La destreza y la pericia llegan con la práctica constante. Pensé que esta forma de luchar se puede aplicar al resto de las cosas de la vida: a veces hay que iniciar la acción sin darle más vueltas, ante cualquier problema que se nos plantee hay que actuar con firmeza, sin dudar, con el sentimiento. El cerebro ya procesará todo después.

Por eso en la lucha, tal y como la conciben los samurais, lo importante es tener la cabeza despejada y el corazón limpio. “Buscar la quietud de la mente, dedicarse a un cúmulo de normas morales”. Los valores, que le dan sentido a todo y cimentan nuestra existencia, nos procuran paz espiritual.

El oficial se aloja en la casa de la mujer cuyo marido mató él en combate. Se extraña de que no le guarde rencor, que sólo haya dolor en ella. “Él cumplió con su deber y tú cumpliste con el tuyo”, es todo lo que tiene que decir al respecto. El japonés vive en armonía consigo mismo, acepta con resignación las cosas que suceden en la vida sin oponerse a ellas, sobre todo cuando están más allá de lo que uno pueda hacer.

“Es aquí donde he podido conciliar un sueño tranquilo por primera vez en muchos años”, comenta la voz en off del protagonista. “Es un lugar lleno de espiritualidad, y aunque no sé si llegaré alguna vez a comprender, es innegable su poder”. La fortaleza reside en la disciplina y la templanza, y no en la violencia o el rencor.

Las conversaciones que tiene con Kasumoto, el jefe de los samurais, y la estricta disciplina impuesta por la mujer que lo aloja, que le restringe el consumo de alcohol por completo, van transformando su mente y su cuerpo hasta hacer de él un hombre nuevo.

Viéndolos practicar la lucha, se piensa en una especie de danza, un baile en el que los contendientes se mueven y giran muy deprisa uno en torno del otro, lanzando golpes certeros. Me pregunto cómo se puede atinar tanto sin calcular.

Para un samurai, perder una batalla es caer en el deshonor, por lo que es frecuente ver a un guerrero quitarse la vida. Ayudar a morir en estos casos es un honor.

El oficial americano luchará en el campo de batalla contra su propio ejército, al lado de los samurais, pero antes de partir tiene una charla con uno de los hijos de la mujer que lo hospeda, con el que mantiene una relación especial. El niño le pregunta si no tiene miedo. “Yo siempre he tenido miedo”, le responde. El pequeño llora temiendo que no regrese, y le entrega la espada que había sido de su padre mientras vivió. A la mujer le dedica unas palabras de agradecimiento. “Nunca olvidaré lo amable que has sido conmigo”.

El combate es desigual. El enemigo usa fusiles y cañones, mientras ellos sólo tienen espadas y flechas. El oficial americano nunca habría imaginado que lucharía como un samurai.

El resultado es una matanza terrible. Sólo en el último momento el enemigo se da cuenta de la masacre cometida contra los samurais, que siguen luchando hasta el último momento con todas sus fuerzas. Hay imágenes magníficas y tremendas, hechas a cámara lenta, del galope del ejército samurai a través del campo en un día pleno de sol y de cómo van cayendo todos, uno por uno. Cuando uno de los suboficiales ordena dejar de disparar los cañones, en contra de la opinión del oficial al mando, todos se quedan mirando con gesto desolado y vacío el panorama que ofrece el campo de batalla, y todos se van quitando la gorra y se arrodillan, hundiendo la cabeza contra el suelo, en señal de respeto ante Kasumoto, que se acaba de quitar la vida. 

“Si me consideráis vuestro enemigo, con gusto me quitaré la vida”, le dice el oficial americano al emperador cuando le entrega a éste la espada de Kasumoto, que recoge lleno de orgullo y emoción.

Hermosa y trágica historia la de esta película que pasó un poco desapercibida cuando la estrenaron en su momento, pero que saca a colación conceptos como el honor, que parecen un tanto olvidados hoy en día. También la necesidad de vivir en paz con uno mismo, en una sociedad como la nuestra, más pendiente de los valores externos que de mirar hacia nuestro interior.

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