martes, 25 de enero de 2011

La tía de Rubén


Leyendo el libro que Keith Richards ha escrito sobre su vida, hay algunos pasajes que dedica a explicar determinadas técnicas musicales que los que somos profanos intentamos comprender, pero que se nos escapan. Me da mucha rabia, porque son muy interesantes y posiblemente sean la clave del sonido Rolling Stone y de su éxito. También la forma como se recrea en esos detalles da una idea de lo mucho que disfruta haciendo música. La única vez que me acerqué un poco en serio al mundo de la música fue en la época en que mi hermana y yo seguimos un pequeño curso de solfeo a domicilio, aunque gustarte la música y aprender solfeo son cosas distintas.

Tendría yo 11 ó 12 años. La tía de Rubén, un compañero del colegio que me gustaba mucho por aquel entonces, entabló amistad con mi madre cuando nos iban a recoger al colegio y de vernos por el barrio. Ella (no recuerdo su nombre, tantos años han pasado) tenía la carrera de piano, y Rubén estaba aprendiendo a tocar el acordeón.

Eran todos una familia de cubanos que habían escapado de la dictadura castrista. La gente de allí es tan dulce que es un placer tratar con ellos, y la música forma parte de su educación. Los chicos aprenden desde muy pequeños a tocar algún instrumento.

Mi madre se puso de acuerdo con ella para que viniera a casa una vez por semana a darnos a mi hermana y a mí clases de solfeo, a cambio de un dinerito. Para ella, que ya por entonces era sexagenaria, supuso tener una ocupación que le gustaba y un pequeño extra para sus ingresos habituales.

En casa teníamos (siguen teniendo mis padres) un órgano electrónico Hammond. Me encantaba ver sus manos sobre el teclado, aunque no parecían las de una pianista, sus dedos no eran esbeltos, pero sí muy firmes, duros, adiestrados como estaban en el duro ejercicio que supone un instrumento como el piano.

Las clases duraban una hora más o menos. Las corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas desfilaban por un pequeño cuaderno de pentagramas que nos compramos al efecto, y ella nos hacía seguir el compás con la mano, los tiempos de 4 x 4, los de 2 x 2… Nos ponía deberes para que practicáramos cuando no estaba ella, y era bastante inflexible con las clases, notaba enseguida si no habíamos repasado y eso no le gustaba, quería que nos lo tomáramos muy en serio, era como si su propia estima le fuera en ello. Pero su actitud cambiaba en cuanto terminábamos, y volvía a ser tan agradable como siempre. En ella se mezclaban por igual la delicadeza y la disciplina.

Fue muy poco tiempo el que estuvimos con el solfeo, sólo durante aquel curso, y no llegamos a trasladar las notas de las partituras al órgano, tarea que requiere mucho más tiempo. Además hay que reconocer que el solfeo en sí mismo es un auténtico peñazo. Pensaba que era un fastidio tener que aprender eso para poder tocar el piano, con lo que a mí me hubiera gustado saber. Qué carrera tan dura es, cuántos años se necesitan para poder dominar el instrumento, cuántas horas de estudio y de práctica. Y como no lo volví a coger nunca después, la verdad es que ya no me acuerdo de casi nada de lo que me enseñaron.

Lo mejor de las visitas de la tía de Rubén eran su conversación y su presencia, tan cálida y cercana. Tenía, como cubana, una forma tan dulce de decir las cosas, con tanta educación y mesura. Nunca la oí hablar mal de nadie, se recreaba nada más que en las cosas bonitas de la vida. Cuando llegaba el buen tiempo se ponía vestidos de flores, porque decía que en su tierra les encantaba la naturaleza, la luz y los colores.

Mi madre le servía una taza de café y, mientras ella tomaba otra, charlaban un poco de todo, entre risas. Me fijaba en su manera peculiar de beberlo, poniendo la mano hueca debajo de la taza por si caía alguna gota. Algunas veces interpretaba alguna cosa en el órgano, y yo no me cansaba de escucharla. Me admiraba su maestría, lo bien que sonaba todo lo que tocaba.

En una ocasión le acompañó Rubén y su hermano pequeño. Éste se quedó dormido a la hora de la siesta en mi cama, y él se vino con mi hermana y conmigo al cuarto de estar a ver un episodio de una serie de televisión que ya no recuerdo ahora y que nos gustaba mucho. Rubén tenía unos ojos negros enormes, el pelo con unas ondas suaves muy bonitas, unas manos preciosas, y el color de su piel mulata me parecía canela.


Cuando acabó aquel curso ya no vino más. Creo que se marchó a EE.UU., como el resto de su familia tiempo después, pero siempre me quedará en el recuerdo las clases de música que ella nos daba y su imagen, la cadencia de su acento cuando hablaba y su aspecto, distinta a las figuras que poblaban mi entorno por aquel entonces.

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