Es curioso cómo cambia la perspectiva con la que se ven las cosas a medida que pasa el tiempo. James Dean, que ha sido siempre un ídolo para la juventud de muchas generaciones, puede ser visto hoy en día como un ser anacrónico. No hay más que oir a mi hija, cuando pasaron por televisión una de las películas que protagonizó, Al este del Edén. Me preguntó si era subnormal, si le pasaba algo raro. Me hizo reir mucho su ocurrencia, me parecía casi una broma tratándose de todo un símbolo, alguien que ha influido en la vida de mucha gente desde ya ni recuerdo, mitomanías aparte.
Pero si lo observas desapasionadamente, sin ese halo seductor y enigmático que le rodeaba, sí que resulta un ser extraño. Esa forma torva de mirar, los cambios bruscos en la posición del cuerpo mientras interactúa con los demás, el no mirar directa y abiertamente a la cara de sus interlocutores más que por unos instantes, el situarse casi de espaldas cuando le están hablando, todo eso le hace asemejarse a un enfermo mental, alguien de reacciones imprevisibles que parece no estar muy bien de los nervios.
Mi hija no supo interpretarlo. Ella ignora que aquellas poses, en realidad muy estudiadas, eran su sello de identidad, aquello que le distinguió de otros actores de su tiempo y le hizo saltar a la fama. Quería parecer rebelde sin causa, como el título de otra de sus películas, representaba el movimiento juvenil de ruptura con la rigidez de las normas socialmente establecidas. Las barreras generacionales se acrecentaban con él. Era la imagen del incomprendido, del inadaptado, del hombre joven y guapo que parece tener toda la vida por delante y que sin embargo no es capaz de ser feliz. Cuando oculta sus ojos a los demás o se da la vuelta, es como si quisiera ocultar sus sentimientos en lo más profundo de su alma, crear un círculo invisible y protector a su alrededor que preserve su depapeurada sensibilidad de las asechanzas ajenas, a las que parece estar expuesto constantemente. James Dean desplegaba un magnetismo personal y una intensidad como pocos actores han logrado.
Puede que sobreactuara un poco, o nos lo parece a la vista del estilo interpretativo que impera en la actualidad, pero en su momento, con tan sólo tres películas como protagonista, fue suficiente para que se convirtiera en un mito que ha trascendido costumbres, modas y generaciones. Pero en muchas escenas, la pasión y el desgarro con que las hizo era el punto imprescindible y único que se necesitaba para que quedaran rotundas, acabadas, grabadas ya para siempre en la memoria colectiva. No en vano era seguidor del método Strasberg, como otros muchos artistas, por el que la emoción se expresaba con todo el cuerpo.
También dicen que lo único que hizo fue interpretarse a sí mismo, pues tuvo una infancia triste marcada por la temprana muerte de su madre y la ausencia de su padre (que lo dejó al cuidado de unos tíos), con el que guardaba un extraordinario parecido físico y con el que nunca se llevó bien. Cuando en Al este del Edén perseguía obsesivamente ser objeto del amor de su progenitor, cuando le suplicaba, le imploraba en vano, no hacía más que exorcizar sus propios demonios. Puede que la profesión de actor se convierta en muchos casos en una terapia. La escena en la que coge por las solapas a su padre, desgarrado por el dolor, el gesto desfigurado, bañado en llanto, mientras le suplica comprensión y afecto, es una improvisación del actor, que se dejó llevar por el dramatismo del momento.
La película tiene resonancias bíblicas: los nombres de sus protagonistas, frases memorables como “Yo no soy el guardián de mi hermano”, y el hecho de estar todos al este del Edén, que es como estamos muchos.
Dicen que James Dean era un tipo solitario. No quiso acudir al estreno de la película, pero se sentó en el patio de butacas, entre los espectadores, para verla días después. Quizá no deseaba ser tratado como una estrella, pues cuando se está muy alto se pierde la noción de la realidad: quería estar cerca de la gente y sentir el pulso del público en directo. O quizá fuera porque era un gran tímido.
Se ha especulado mucho sobre su tendencia sexual, los amores que tuvo y su vida en general. Y sobre su muerte, a la que parece que convocó al decir aquella famosa frase que se le ha atribuido: “Hay que vivir rápido, morir joven y hacer un bonito cadáver”. Una desaparición fortuita (el accidente no fue culpa suya), inesperada, apabullante, que causó una gran conmoción y que le hizo pasar definitivamente a la eterna memoria del imaginario colectivo.
Yo siempre he creído que James Dean fue un rebelde con causa, un ser torturado, atormentado y en el fondo desvalido rebelde con causa.
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