"¿Cómo podía explicarle lo que la música significaba para mí?. Mientras mi padre suplicaba a Dios que protegiera sus negocios, yo elevaba en secreto la más orgullosa plegaria concebida en un niño (…).
En Viena lo vi por primera vez. Pensé que un talento así estaría grabado en el rostro y no me sería difícil reconocerle en aquel salón. Cuál fue mi sorpresa cuando vi a una criatura soez y medio tonta que se arrastraba por los suelos en compañía de aquella mujer(…). Su música sobre el papel no parecía nada (…). Pero de repente, imponiéndose un oboe, una sola nota mantenida en el aire hasta que el clarinete la dulcifica y la convierte en algo delicioso (…). Era una música que nunca había oído, una música llena de anhelo. A mí me parecía oir con ella la voz de Dios”.
Salieri va desgranando con los dedos en el aire y el gesto arrebatado, las notas que componen la música de Mozart, mientras habla de los recuerdos que de él tiene: “Era la voz de Dios que se manifestaba a través de él. Pero ¿por qué había tenido Dios que elegir a un ser tan obsceno?”.
Recrea a un hombre que corretea por el palacio en pos de una dama menuda de hermoso y protuberante escote, que es tan infantil, juguetona y dulce como él.
Salieri tan pronto ama al Supremo Creador como lo desprecia y odia. Si la inspiración afluye fácilmente, le agradece al crucifijo que tiene cerca del piano en su casa la merced que se le hace. Pero con cada éxito de Mozart surge en él un rencor renovado hacia la divinidad al haber otorgado a su enemigo los talentos que a él se le han negado.
La imagen de la Corte es bastante cómica, con unos músicos al servicio del emperador que no hacen más que adular a éste falsamente. La risa estentórea de Mozart parece romper la tranquila rutina de palacio e introduce una nota pintoresca en el ambiente imperial.
Amadeus se mete pronto en el bolsillo a Su Majestad, pues intenta explicar cada cosa que idea con palabras, con su muy expresiva gestualidad, y con demostraciones musicales en vivo y en directo. Conmueve la forma en que quiere hacerse entender, la manera como transmite entusiasmo, una ilusión casi pueril, única, genial.
Todos quedan asombrados cuando consigue reproducir de memoria una pieza que acaba de escuchar, compuesta por Salieri para darle la bienvenida, y a la que se permite el lujo de cambiar la parte final sobre la marcha, para que suene mejor, ante la ira apenas disimulada del autor.
Gigantescas arañas de cristal iluminan los teatros en los que Mozart dirige las orquestas durante las representaciones de sus óperas. Disfruta del lujo y la fastuosidad de la aristocracia debido a su éxito. Salieri, siempre presente en todas ellas oculto en algún palco oscuro, disfrutaba como nadie de los sucesivos espectáculos, entendiendo mejor que nadie las emociones del compositor, admirándole cada vez más si cabe, y al mismo tiempo utilizando sus influencias para que tuviera la menor cantidad posible de funciones, o poniendo toda clase de impedimentos para inducir al emperador a que desapruebe su obra, usando a los demás músicos de la Corte tras los que se parapeta para llevar a cabo en la sombra sus turbios manejos.
Los comentarios que hace el emperador a veces sobre su música son petulantes y ridículos, propios de una persona que pretende aparentar más de lo que sabe, de alguien cuyo engreimiento y prepotencia le impide reconocer la excelencia en los demás.
Mocoso amoral y soberbio, lo llamó el obispo de Salzburgo, la primera persona que lo tuvo a su cargo. “Yo soy el mejor”, afirma Amadeus sin ambages, a pesar de que se le recomienda que sea un poco más modesto. Su trabajo como músico de la Corte le obliga a desempeñar algunos cometidos que no son de su agrado, porque desmerecen su maestría. Así le pasa que se niega a dar clase a la hija del emperador porque su trabajo tiene que pasar primero por el escrutinio del resto de los músicos cortesanos. O cuando toca una pieza en casa de un aristócrata a cuya hija quiere que de lecciones de piano, mientras éste no cesa de hacer cucamonas a su jauría de perros, que no dejan de ladrar. “Cuando queráis que de clase a uno de vuestros perros no dudéis en llamarme”, le dice altivo y airado, antes de despedirse y marcharse precipitadamente.
El padre de Amadeus acude a su casa para quedarse una temporada. Es un hombre muy estricto, y su semblante adusto y sus sobrias costumbres chocan con el carácter juguetón y alegre y la vida disipada de su hijo, al que parece haber perdonado el hecho de que no esperara a su consentimiento para casarse ni su presencia en la boda.
No le gusta el ambiente de las fiestas de Viena. En una de ellas Mozart, a petición de la concurrencia, hace imitaciones de otros músicos como Bach, con su estilo tan serio, solemne y aburrido en el clavicordio. Incluso es capaz de tocar boca arriba y de espaldas, sujetado en vilo por los demás festejantes. Hasta que termina imitando a Salieri, del que interpreta una pieza en tono aburrido, para terminar simulando una pedorreta con sus posaderas de cara a su improvisado público, que ríe a carcajadas, ante la consternación y la ira del aludido, que está presente oculto tras una máscara. El humor escatológico era bastante corriente en la época y no estaba del todo mal visto.
Cuando muere su padre, Amadeus crea su ópera más negra, Don Giovanni. Para Salieri “era aquel un espectáculo magnífico y aterrador”. El influjo del progenitor se manifestaba desde el más allá, atormentando al hijo. Mozart lo quería mucho, y su frustración había provenido siempre de su incapacidad para complacerle, para que le gustara siquiera alguna de las cosas que hacía o decía.
“Qué sublime, qué profunda, qué hermosa, cuánta pasión en esa música”, declara Salieri al recordar el Réquiem que le encargó a Mozart sin revelar su identidad, y que sería su última obra, inacabada.
Con el tiempo Mozart cae en desgracia ante el emperador y el resto de la sociedad vienesa le da la espalda. Malvive componiendo para teatros de medio pelo obras llenas de acción, divertidas, representaciones circenses casi, con efectos sonoros y hasta irrupción de animales en escena. El público corea junto con los actores las canciones populares que intercala o con las que finaliza los espectáculos. En realidad malgasta su talento componiendo libretos para los nefastos vodeviles de un actor y empresario poco escrupuloso que le paga tarde, mal y nunca.
Mozart, ya muy enfermo, le dicta a Salieri desde la cama en la que está postrado la parte del Réquiem que aún le falta por escribir. A éste le cuesta seguir el ritmo creativo del maestro, y le apremia exasperado e impaciente mientras compone sin parar, preso de un inspirado frenesí. Pero amanece y todo esfuerzo es inútil, porque la llegada del alba y la de su esposa e hijo, que le habían abandonado, coinciden con la llegada de la muerte.
Una fosa común es el lugar último para un hombre único, increíble, magnífico.
Salieri, ya anciano, y después de haber intentado suicidarse cortándose el cuello preso de los remordimientos, viejo y anclado a una silla de ruedas, le cuenta todo esto en confesión a un sacerdote que ha venido a visitarle al manicomio donde ahora vive, y al que deja sumido en un profundo estupor y pesar, tras escuchar toda la historia de sus labios. “Vuestro bondadoso Dios destruyó a su criatura antes de que un mediocre compartiera una pequeña parte de su gloria (…). Treinta y dos años testigo de mi propia extinción. Mi música se perdía sin remedio”.
Salieri, antes de ser conducido a otra estancia donde le darán un baño, aún tiene algo que decirle a su inopinado confesor. “Yo hablaré en su favor Padre, hablaré en nombre de todos los mediocres de la Tierra. Yo soy el más mediocre, su santo patrón”. Mientras se aleja riendo por los pasillos, va dando su bendición alzando la mano ante todos los locos que va encontrando a su paso, perdida definitivamente la cordura. “Mediocres de todo el Mundo, yo os absuelvo…, os absuelvo a todos”.
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