martes, 20 de diciembre de 2011

La ley para una muerte digna


Veía un reportaje sobrecogedor hace unos días sobre la Ley para una muerte digna en el estado de Oregón. Era en 2008. En él aparecía una mujer cuyo marido había muerto por una enfermedad terminal dos años antes y que luchaba con un grupo de personas con casos parecidos para que esa ley ampliara su vigencia a otros estados.

El día de las últimas elecciones generales en EEUU se la ve en su casa, por la mañana temprano, preparándose para asistir al curso de las votaciones por televisión. A su cabeza acuden muchos pensamientos distintos a la vez. Está nerviosa.Tanto ella como su grupo se reunen en un local invadidos por una gran emoción. Tras anunciarse la victoria de Obama y hacerse oficial que en Washington también se aplicaría la ley, todos se abrazaron entusiasmados. Ella les dijo entonces a todos que su misión había acabado pero que contasen con ella para todo lo que hiciera falta. “Ahora sí que puedo considerar que mi matrimonio se ha roto”, afirmó. Durante dos años se había sentido vinculada a su marido muerto al defender una causa que le atañía, pero una vez conseguido el propósito era como si aceptara por fin que él ya no estaba, que su vínculo matrimonial había dejado de existir.

Otra mujer, Cody, en otra parte del estado, sufría los efectos devastadores de una enfermedad terminal que afectaba a su hígado y que la estaba conduciendo a la muerte. En todo momento su marido la acompañaba a todas partes cogiéndola de la mano para que se sintiera más segura al caminar. La cámara se metía hasta en su casa, y recogía el dolor de una mujer que era plenamente consciente de que la vida se le escapaba por momentos. Sollozaba a ratos, mirando a cualquier parte, ausente de todo lo que no fuera su propia desgracia, pero no había victimismo ni un sentimentalismo facilón en su actitud. A ratos iba a la cocina para sacar de un cajón al menos media docena de pastillas con las que intentaba soportar el dolor.

En el hospital, sobre la mesa de operaciones, los médicos le sustituyeron un conducto natural del hígado que estaba obstruído por otro artificial, mientras contestaba con voz pastosa por los efectos de la anestesia a las interpelaciones del cirujano. Le extrajeron después cuatro botellas de dos litros de un líquido similar a la orina ensangrentada que se le acumulaba en el abdomen y hacía presión sobre sus órganos internos. Cody tiene una complexión grande y está delgada, pero nadie hubiera podido imaginar que tal cantidad de líquidos pudieran estar dentro de ella. Cody lloró mansamente cuando terminaron, consolada por las enfermeras, pues le habían aliviado la presión sobre sus costillas y su clavícula, y supongo también porque sabía que aquella era una solución transitoria a un problema insoluble. Se la veía muy dulce, llena de ternura, muy espiritual, y con esa belleza que ciertas mujeres ven acrecentada con la madurez.

Tras la operación y ya recuperada, hablando con la doctora que lleva su caso, se planteó en la consulta qué hacer a partir de ese momento. La enfermedad entraba en su recta final, y la especialista propuso prolongar su esperanza de vida, pero ella no quiso que fuera hasta más allá de Navidad, supongo que para reencontrarse con su familia y decirles adiós. Cody ya no estaba dispuesta a seguir con su agonía. Los dolores eran insoportables y los analgésicos no le hacían efecto porque los expulsaba con sus constantes vómitos. Cualquier actividad la dejaba sin aliento, le costaba respirar. Incluso casi no podía llorar porque la angustia la asfixiaba. Su marido la cogía de la mano y ella casi no podía mirarle. A pesar de lo mucho que lo quería y de lo mucho que deseaba vivir, había llegado la situación a un punto en que la desesperación podía más que todo lo demás. En su rostro había una extraña mezcla de desesperanza y determinación.

En la siguiente escena aparecía un hermoso paisaje campestre nevado. Los copos caían en abundancia. Yo ya no me sentí capaz de seguir viendo lo que iba a suceder. Era evidente.

Y pensé en la injusticia, no en la injusticia de los hombres en el mal uso de las leyes que ellos mismos han creado, sino en la del devenir de las cosas, en la del azar, de la existencia, de por qué la suerte no está igual echada para todos si todos somos hijos de Dios. Por qué hay quien se aferra a la vida con uñas y dientes y hay quien está ansioso por perderla, por qué hay quien desea con toda su alma tener hijos y no puede y cuántos son los que los tienen y sólo quieren es deshacerse de ellos, o por qué hay quien despilfarra el dinero porque parece que le sobra y hay quien no tiene ni una cama ni un plato de comida caliente cada día. Preguntas que todos nos hemos hecho más de una vez. La lista de perplejidades, de contradictorias formas de estar en el mundo, sería interminable.

Contra esta clase de injusticia poco se puede hacer porque no depende de nosotros. La ley para una muerte digna me ha hecho pensar en todas estas cuestiones, que en realidad tengo siempre presentes. Por lo menos que si la muerte se nos aproxima podamos elegir cuándo, cómo y en qué lugar va a tener lugar. Ya que no está en nuestra mano la decisión de venir a este mundo, por lo menos que podamos decidir de qué forma lo dejamos cuando las condiciones de vida se han vuelto intolerables. Es una cuestión de humanidad.

No hay comentarios:

 
MusicaServicios LocalesContadorsAnuncios ClasificadosViajes