viernes, 2 de diciembre de 2011

Gregory Peck (II)


Para terminar Gregory Peck decía que no tenía muchos premios en su haber, pero lo único que sí había ambicionado siempre era ser un buen contador de historias. También dijo que quería que lo recordaran como un buen esposo y padre.

El actor agradecía a todos en todo momento las muestras de afecto y adoración de que era objeto. Incluso dedicaba un tiempo a departir con algunos de los asistentes al finalizar la charla, tras los bastidores. Muchos de ellos habían venido de muy lejos para verle. En sus gestos y sus palabras descubrí a un hombre cálido, poseedor de una gran humanidad y sencillez, inteligente y sensible, alejado por completo de los estereotipos que tenemos de las estrellas de Hollywood.

En el reportaje se intercalaban escenas de sus películas, y de su casa con todos sus hijos. Habla en cierto momento, con gran pesadumbre pero enorme serenidad, del suicidio de uno de ellos, que padecía depresiones. Se culpaba al pensar que quizá había pasado poco tiempo con él cuando aún era un niño, debido a su trabajo. Dijo que era un chico brillante, con un gran porvenir.

También se ve al actor escribiendo sus memorias en unas hojas sueltas, sentado en una silla en el jardín de su casa en compañía de su esposa y su hija. Ellas le preguntan sobre qué está escribiendo y él les lee un pasaje en el que habla de su padre. Con suma emoción relata cómo era él, a lo que se dedicaba (era farmacéutico) y las cosas que le decía, grabadas en su memoria para siempre. Se ve también a su hija, embarazada (fue la productora del documental) en varias etapas de la gestación, cada vez más abultada, y cómo su padre acariciaba su vientre con sumo afecto cuando ya le faltaba poco para dar a luz. Cuando llega el momento se la ve a ella en su cama en el hospital y a su padre acercándose para saber cómo está, algo preocupado, mientras acaricia a su hija la frente como si aún fuera una niña. Luego, sentado en una silla en la sala de espera, se queda un rato pensativo y emocionado, como cuando hablaba de su padre, mirando a un punto indeterminado en el vacío, hasta que por fin sale de su ensimismamiento y dice algunas palabras a media voz, sin mirar a cámara: “Cecilia está bien, el niño está bien. Me siento agradecido, muy agradecido…por todo….”

Gregory Peck se encarnó siempre, con escasas excepciones, a sí mismo en esos papeles que hacía de hombre íntegro y cabal, honesto y bueno hasta el límite, optimista, sumamente educado, descuidadamente impecable. No tenía la elegancia de dandy de Cary Grant, ni la virilidad animal de Kirk Douglas, ni ninguno de esos atributos que habitualmente despiertan pasiones entre el público, pero podía ser igualmente seductor y apasionado si la ocasión lo requería, su aspecto relajado y sereno eran sólo apariencia, y en todo lo que hacía imprimía su inconfundible sello personal que lo hacía único. Era como si llevara oculto dentro de sí un volcán de sentimientos y pasiones que fuese a estallar a la mínima ocasión. Transmitía emociones tanto por lo que decía como por lo que callaba, su lenguaje gestual y corporal hablaba por él más que ninguna otra cosa. Viéndole parecía que todo encajaba en su sitio, que las aguas siempre volvían a su cauce, que la justicia y la bondad se alzaban indefectiblemente por encima de las miserias terrenales.

Aquella gira fue un éxito completo para Gregory Peck. Era tan interesante todo lo que decía, improvisaba tan bien y su lenguaje era al mismo tiempo tan exquisito y tan llano que se metió al público en el bolsillo en todo momento. Su fino sentido del humor provocaba las carcajadas de los oyentes una y otra vez. Resultaba sencillamente encantador.

Hace ocho años que se fue, pero no del todo, porque ha dejado una huella indeleble en nuestra memoria y en nuestro corazón.

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