El otro día veía Niñera moderna, una película que hizo las delicias de mi infancia y a la que hacía ni se sabe que no había vuelto a ver. Sin embargo, con el paso de los años, la contemplo con ojos distintos.
La historia de un hombre que ejerce de niñera en un ruidoso hogar, en el que tres niños campan por sus respetos por la falta de autoridad de sus padres, fue un puntazo en su momento, pero creo que no resiste una revisión. A una idea tan buena como esa no se le supo sacar el suficiente partido, pues apenas atisbamos unas pinceladas pintorescas en lo que podría haber sido un personaje extraordinario.
Mr. Belvedere, que llega a una casa en la que esperaban recibir a una mujer, no es una niñera al uso. Su porte elegante, su rectitud, su bigotito tan fino y sus inesperadas respuestas para todo, lo convierten en una caja de sorpresas, además de en una persona fuera de lo común. Ataviado con un mandil, lo mismo les enseña a bañarse a los niños como ayuda en la cocina. Cuando el matrimonio irrumpe en su cuarto el primer día porque tarda en bajar a desayunar, lo encuentran cabeza abajo con las piernas apoyadas en la puerta del baño haciendo yoga, momento durante el cual su concentración es tal que no es capaz de ver ni oir nada. Si antes hacía gracia la excesiva curiosidad de la pareja ante lo misterioso de su nuevo inquilino, hoy en día resulta necia y mezquina esta actitud, hastiados como estamos de tanta información cotilla, y difamante con la que nos saturan los medios de comunicación.
Pero es en su relación con los niños donde se podría haber explotado más el filón de este personaje. El cuenco de papilla en la cabeza del más pequeño como respuesta airada a una reiterada falta de educación infantil que, en su momento, provocó mi hilaridad y la del mundo entero, actualmente me produce desagrado, tal es mi aversión a todo lo que suponga violencia en cualquiera de sus formas, por nimia que pueda parecer. La disciplina en la educación de los niños no admite muestras de dureza física. La reacción de Belvedere es infantil, propia de alguien sin paciencia al que, como afirmó sobre sí mismo, no le gusta la gente menuda. Siempre se ha dicho que nunca se deben perder los papeles, y menos con los niños. Hoy en día se recurre al diálogo, por muy corta que sea la edad del púber, al estilo de lo que la robótica Super Nanny hace en televisión.
Si la actitud de Mr. Belvedere me producía hilaridad en su momento, actualmente me parece insoportable y redicho. Un hombre que impone sus criterios de forma tan terminante, incluso sin contar todavía con la confianza de los que le han contratado, es sin duda un déspota y un maleducado. Pero es quizá eso mismo lo que le hace resultar tan cómico, pues su excesiva rigidez contrasta con la manera de ser tan llana de los dueños de la casa y con el caos de sus hijos. Su perfección en todo lo que hace (ha estado en muchos sitios y ejercido muchas profesiones, por lo que es un experto en casi todo) es digna de imitación, aunque a veces sea inevitable dudar de si está diciendo la verdad, tan variopinta y original es la lista de sus habilidades, y el hecho de que despierte los celos del cabeza de familia me parece una chorrada más de la película.
Podían haber sido los niños más traviesos de lo que fueron, pues enseguida se empezaron a portar bien, sólo necesitaban una mano firme que los guiara. Si hubiera sido más difícil hacerse con ellos se podría haber lucido mucho más el señor Belvedere, habría tenido más oportunidad de lucir sus talentos para amaestrar criaturas. Nuestra Super Nanny casi parece empalidecer a su lado.
Le falta a Mr. Belvedere dejar caer alguna sonrisa de vez en cuando, cuando menos nos lo esperáramos, para ver un poco de humanidad tras esa severa fachada. Pero todo se da a entender al no importarle contradecirse, pues primero dice aborrecer a los niños en general y luego no es capaz de abandonar la casa al convertirse en un escritor de éxito, en un giro inesperado de la fortuna.
Clifton Webb se representó a sí mismo en esta película, por la que fue nominado a un Oscar al mejor actor principal. Él también era sumamente educado y vestía con gran elegancia. Empezó a actuar siendo un niño, sabía cantar y bailar, y forjó su carrera entre EEUU e Inglaterra. Era homosexual, aunque nunca se le conoció relación alguna con nadie. Vivió con su madre, que fue siempre su protectora, hasta que ésta murió en sus brazos siendo ya nonagenaria. Desde entonces el atribulado Clifton se recluyó en su casa, donde murió seis años después. Hollywood lo descubrió cuando ya era cincuentón, pues hasta entonces era actor teatral. Sin duda fue un gran acierto su elección para interpretar a Mr. Belvedere, personaje por el que ha pasado a los anales del mundo del celuloide.
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