martes, 17 de febrero de 2015

Ejercicios de paciencia

Cuántas veces me he cuestionado mi criterio a la hora de educar a mis hijos. Como elegí un camino que no es el convencional, no intencionadamente sino por instinto, no tengo parámetros conocidos  con los que comprobar si sigo los cauces convencionales establecidos, aquellos que son aceptados por la mayoría. Aunque en esto, como en todo lo demás, me sucede lo mismo.
Mi hija cuestiona incluso mi actitud ante la vida en general. Dice que si alguien te habla mal hay que contestarle de la misma manera, porque si no cree que te acobardas o que le das la razón. Ella, que siempre ha sido bastante diplomática, y aún lo es a veces, en ciertos momentos no puede contener el genio que aflora en cuanto cree dañada su integridad moral. Porque cualquiera en realidad puede tocarte las narices, otra cosa es que tú te des por aludido. El dicho aquel de que no ofende el que quiere si no el que puede es una gran verdad.
Yo, por el contrario, pienso que contestar en el mismo tono es rebajarte al nivel de quien no es capaz de tratarte como una persona. Porque el otro pierda los papeles no los vas a perder tú. Mentalmente le estás mandando al carajo, pero se debe notar lo justo. Por propia experiencia he visto que causa más impresión el que tiene la habilidad de controlar las situaciones en las que se halle metido, por injustas que sean, que el que responde con la misma ira que su interlocutor. Dos no discuten si uno no quiere, es así.
Pero en ocasiones, y a mi hija le pasa, te subleva el maltrato, te indigna la falta de consideración injustificada, te sale el carácter heredado, en el caso de ella por ambos progenitores, y el horóscopo llegado el caso, pues los que somos Leo tenemos esa fama de fiereza. Prefiero llamarlo personalidad, tener las cosas claras, los criterios firmes, los ovarios bien puestos.
Mi manera de ser hace muy difícil el cabreo tal y como lo conocemos. No está escrito en mi código genético el uso del exabrupto, de la voz demasiado alta, de la agresión en ninguna de sus formas. Cuando así ha sido me he sumido luego en un estado de ira temblorosa que me ha descompuesto el cuerpo y que he aborrecido. Aborrezco al que me lleva a ese estado y a mí misma por no haber sabido controlarlo.
Temo por mi hija porque a ella no le arredra nada, y a veces me parece que no mide el alcance de sus actitudes. Si un profesor te habla sin respeto, respóndele con él, aunque sea para darle una lección, que porque sea adulto y docente no quiere decir que sepa comportarse ni hacer bien su trabajo. Ella ve pisoteados sus derechos, el abuso de poder, y es como si le pisaran el dedo gordo del pie, reacciona automáticamente.
Puede que sea porque aún es jovencita y sólo el paso de los años nos hace tener la retranca suficiente como para encarar situaciones difíciles sin que nos afecte más de lo necesario. Siempre he pensado que si te enfadas consigues lo que el que te ofende pretendía, porque qué quieren los necios, mezquinos, groseros, maliciosos si no que lo pases mal, que te lleves un mal trago, ponerte en evidencia y armar follones, alimento del que se nutre el aburrido, el envidioso, el que no tiene luz en su vida.
Lo que no quiere decir que yo no tenga mala leche. Todos los que reúnen las “cualidades” antes descritas merecen mi más absoluto desprecio, y mentalmente les someto a todo tipo de torturas. Pero luego reaparece el cristianismo que aún anida dentro de mí, o todos los pacifistas que en el mundo han sido, los de la resistencia pacífica que a mi hija no le gustan nada porque les parece que son tontos o locos, y una vocecita me susurra al oído que eso no está bien, que no hay que ser como el que te agrede, pobre infeliz que peor lo pasará él teniéndose que aguantar a sí mismo. Hay que compadecer, tener caridad, perdonar, como querríamos que también hicieran con nosotros llegado el caso. Lo de poner la otra mejilla ya no estoy tan de acuerdo, porque no soy santa ni mártir ni quiero serlo nunca. Lo cierto es que aquel precepto que decía “soportarás con paciencia los defectos del prójimo” lo llevo cada vez peor, me cuesta mucho cumplirlo, y a mi hija igual cuando se lo dije, hasta se sonrió guasona e incrédula de que pudiera existir semejante sentencia y pudiera ser llevada a la práctica.
Y es que siempre fui así, no es algo premeditado. Cuando jugaba a balonmano en el instituto hacía rebotar la pelota en el suelo junto a la portería para marcar el tanto, cosa que solía suceder porque no era la forma habitual de hacerlo y pillaba por sorpresa, en lugar de lanzarla directamente contra ella, no fuera a ser que le hiciera daño al que la defendía. En el juego, sea el que fuere, se tiene que ser agresivo en un momento dado, pero yo nunca fui capaz. Buscaba otras formas de conseguir lo que me proponía, sin confrontaciones, sin poner en peligro integridades físicas.
O cuando aprendí a conducir, que nunca quería hacer adelantamientos, y sólo lo hice una vez y porque el profesor ya se cabreaba y me obligó. Para mí era una forma de competición, como de hacer carreritas a ver quién llega antes. Ya sé que es una tontería, porque cada uno va al ritmo que le parece, pero se me antojaba una maniobra peligrosa, incluso aunque fuera una carretera de un solo sentido y no existiera el peligro de encontrarme con nadie de frente.
Incluso cuando montaba en una especie de motos de choque cuando era una niña, en unas atracciones de feria estando de vacaciones en la playa. Eludía los encontronazos, esquivando sin cesar, evitando las zonas de conflicto, desplazándome por el perímetro de la pista armoniosamente. La diversión se supone que consistía en el golpe, el ataque, la reacción imprevista, y debo confesar que las pocas veces que lo llevé a cabo sentí un cierto placer sádico, sobre todo si le daba un susto al que golpeaba. Ese gusto con la dominación del otro, con su sometimiento, es una extraña sensación que no logro descifrar, que veo en los jugadores de videojuegos por ejemplo y que nos acerca a la condición animal más que a la humana.
Y volviendo a la forma como educo a mis hijos, a la que aludía al principio, digo como decía el filósofo y escritor coreano Byung-Chul Han, del que hablaba ayer, que el poder inteligente es el que en vez de prohibir seduce. Yo no digo terminantemente no se hace tal cosa: les he dado unas normas a lo largo de su vida que eligen seguir o no, pero cuando lo hacen y comprueban los beneficios que les produce sé que será su pauta a seguir. Nada hay que desagrade más que una imposición, y más en la adolescencia. Lo dejo a su albedrío, a su criterio, a su buen entender, y les hago ver que confío en ellos. De esta manera si me defraudan les duele más que cualquier cosa, porque se están defraudando a sí mismos. Y en cosas simples como no tirar colillas a la acera. Mi hija dice que exagero pero ya tiene en su cabeza la imagen de lo que pasaría si todos hiciéramos lo mismo, montañas de colillas aquí y allá convirtiendo la ciudad en la que vivimos en un estercolero.
Y lo pienso cada vez que cuido mis plantas: no se les debe cortar las hojas, a no ser que estén muertas. Pero hace falta remover la tierra en la que crecen para que se oxigene. En la educación hay que hacer como en las huelgas japonesas, que para demostrar que merecen aquello que reivindican se realiza un esfuerzo aún mayor del habitual. Así fue cuando mi hija repitió curso: en lugar de castigarla le hice el regalo de cumpleaños más caro de todos cuantos le había hecho, el objeto que más ha deseado y que más veces me había pedido, su cámara de fotos profesional. Ella se sintió abrumada, avergonzada, sobre todo cuando le dije que aquello era una demostración de mi confianza en ella, de que sabía que aquello había sido un bache y que a pesar de todo la creía capaz de las mejores cosas. Mi hija no se creía merecedora de tal obsequio en ese momento, pero luego demostró que sí lo era, como yo ya sabía.
El control de la ira en situaciones complicadas o la elección del criterio que nos parezca más correcto cuando educamos a nuestros hijos son decisiones que nos ponen en un brete y, al fin y al cabo, ejercicios de paciencia, que como decía el dicho aquel es un árbol de raíces amargas y frutos muy dulces.


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