Cuántas veces me he cuestionado
mi criterio a la hora de educar a mis hijos. Como elegí un camino que no es el
convencional, no intencionadamente sino por instinto, no tengo parámetros
conocidos con los que comprobar si sigo los cauces
convencionales establecidos, aquellos que son aceptados por la mayoría. Aunque en esto, como en
todo lo demás, me sucede lo mismo.
Mi hija cuestiona incluso mi
actitud ante la vida en general. Dice que si alguien te habla mal hay que
contestarle de la misma manera, porque si no cree que te acobardas o que le das
la razón. Ella, que siempre ha sido bastante diplomática, y aún lo es a veces, en ciertos momentos no puede contener el genio que aflora
en cuanto cree dañada su integridad moral. Porque cualquiera en realidad puede
tocarte las narices, otra cosa es que tú te des por aludido. El dicho aquel de
que no ofende el que quiere si no el que puede es una gran verdad.
Yo, por el contrario, pienso que
contestar en el mismo tono es rebajarte al nivel de quien no es capaz de
tratarte como una persona. Porque el otro pierda los papeles no los vas a
perder tú. Mentalmente le estás mandando al carajo, pero se debe notar lo
justo. Por propia experiencia he visto que causa más impresión el que tiene la
habilidad de controlar las situaciones en las que se halle metido, por injustas
que sean, que el que responde con la misma ira que su
interlocutor. Dos no discuten si uno no quiere, es así.
Pero en ocasiones, y a mi hija le
pasa, te subleva el maltrato, te indigna la falta de consideración injustificada,
te sale el carácter heredado, en el caso de ella por ambos progenitores, y el horóscopo llegado el
caso, pues los que somos Leo tenemos esa fama de fiereza. Prefiero llamarlo personalidad,
tener las cosas claras, los criterios firmes, los ovarios bien puestos.
Mi manera de ser hace muy difícil
el cabreo tal y como lo conocemos. No está escrito en mi código genético el uso
del exabrupto, de la voz demasiado alta, de la agresión en ninguna de sus
formas. Cuando así ha sido me he sumido luego en un estado de ira temblorosa
que me ha descompuesto el cuerpo y que he aborrecido. Aborrezco al que me lleva
a ese estado y a mí misma por no haber sabido controlarlo.
Temo por mi hija porque a ella no
le arredra nada, y a veces me parece que no mide el alcance de sus actitudes.
Si un profesor te habla sin respeto, respóndele con él, aunque sea para darle
una lección, que porque sea adulto y docente no quiere decir que sepa
comportarse ni hacer bien su trabajo. Ella ve pisoteados sus derechos, el abuso
de poder, y es como si le pisaran el dedo gordo del pie, reacciona
automáticamente.
Puede que sea porque aún es
jovencita y sólo el paso de los años nos hace tener la retranca suficiente como
para encarar situaciones difíciles sin que nos afecte más de lo necesario. Siempre
he pensado que si te enfadas consigues lo que el que te ofende pretendía,
porque qué quieren los necios, mezquinos, groseros, maliciosos si no que lo
pases mal, que te lleves un mal trago, ponerte en evidencia y armar follones,
alimento del que se nutre el aburrido, el envidioso, el que no tiene luz en su vida.
Lo que no quiere decir que yo no
tenga mala leche. Todos los que reúnen las “cualidades” antes descritas merecen
mi más absoluto desprecio, y mentalmente les someto a todo tipo de torturas.
Pero luego reaparece el cristianismo que aún anida dentro de mí, o todos los
pacifistas que en el mundo han sido, los de la resistencia pacífica que a mi
hija no le gustan nada porque les parece que son tontos o locos, y una vocecita
me susurra al oído que eso no está bien, que no hay que ser como el que te
agrede, pobre infeliz que peor lo pasará él teniéndose que aguantar a sí mismo.
Hay que compadecer, tener caridad, perdonar, como querríamos que también
hicieran con nosotros llegado el caso. Lo de poner la otra mejilla ya no estoy
tan de acuerdo, porque no soy santa ni mártir ni quiero serlo nunca. Lo cierto
es que aquel precepto que decía “soportarás con paciencia los defectos del
prójimo” lo llevo cada vez peor, me cuesta mucho cumplirlo, y a mi hija igual
cuando se lo dije, hasta se sonrió guasona e incrédula de que pudiera existir
semejante sentencia y pudiera ser llevada a la práctica.
Y es que siempre fui así, no es
algo premeditado. Cuando jugaba a balonmano en el instituto hacía rebotar la
pelota en el suelo junto a la portería para marcar el tanto, cosa que solía suceder porque no era la forma habitual de hacerlo y pillaba por sorpresa, en lugar de lanzarla directamente contra
ella, no fuera a ser que le hiciera daño al que la defendía. En el juego, sea
el que fuere, se tiene que ser agresivo en un momento dado, pero yo nunca fui capaz.
Buscaba otras formas de conseguir lo que me proponía, sin confrontaciones, sin
poner en peligro integridades físicas.
O cuando aprendí a conducir, que
nunca quería hacer adelantamientos, y sólo lo hice una vez y porque el profesor
ya se cabreaba y me obligó. Para mí era una forma de competición, como de hacer
carreritas a ver quién llega antes. Ya sé que es una tontería, porque cada uno va al ritmo que le parece,
pero se me antojaba una maniobra peligrosa, incluso aunque fuera una carretera
de un solo sentido y no existiera el peligro de encontrarme con nadie de frente.
Incluso cuando montaba en una
especie de motos de choque cuando era una niña, en unas atracciones de feria estando de vacaciones en la
playa. Eludía los encontronazos, esquivando sin cesar, evitando las zonas de
conflicto, desplazándome por el perímetro de la pista armoniosamente. La diversión
se supone que consistía en el golpe, el ataque, la reacción imprevista, y debo confesar
que las pocas veces que lo llevé a cabo sentí un cierto placer sádico, sobre
todo si le daba un susto al que golpeaba. Ese gusto con la dominación del otro, con su sometimiento,
es una extraña sensación que no logro descifrar, que veo en los jugadores de
videojuegos por ejemplo y que nos acerca a la condición animal más que a la
humana.
Y volviendo a la forma como educo
a mis hijos, a la que aludía al principio, digo como decía el filósofo y
escritor coreano Byung-Chul Han, del que hablaba ayer, que el poder inteligente es
el que en vez de prohibir seduce. Yo no digo terminantemente no se hace tal
cosa: les he dado unas normas a lo largo de su vida que eligen seguir o no,
pero cuando lo hacen y comprueban los beneficios que les produce sé que será su
pauta a seguir. Nada hay que desagrade más que una imposición, y más en la
adolescencia. Lo dejo a su albedrío, a su criterio, a su buen entender, y les hago
ver que confío en ellos. De esta manera si me defraudan les duele más que cualquier
cosa, porque se están defraudando a sí mismos. Y en cosas simples como no tirar
colillas a la acera. Mi hija dice que exagero pero ya tiene en su cabeza la
imagen de lo que pasaría si todos hiciéramos lo mismo, montañas de colillas
aquí y allá convirtiendo la ciudad en la que vivimos en un estercolero.
Y lo pienso cada vez que cuido mis
plantas: no se les debe cortar las hojas, a no ser que estén muertas. Pero hace
falta remover la tierra en la que crecen para que se oxigene. En la educación hay
que hacer como en las huelgas japonesas, que para demostrar que merecen aquello
que reivindican se realiza un esfuerzo aún mayor del habitual. Así fue cuando
mi hija repitió curso: en lugar de castigarla le hice el regalo de cumpleaños
más caro de todos cuantos le había hecho, el objeto que más ha deseado y que
más veces me había pedido, su cámara de fotos profesional. Ella se sintió
abrumada, avergonzada, sobre todo cuando le dije que aquello era una
demostración de mi confianza en ella, de que sabía que aquello había sido un
bache y que a pesar de todo la creía capaz de las mejores cosas. Mi hija no se creía
merecedora de tal obsequio en ese momento, pero luego demostró que sí lo era,
como yo ya sabía.
El control de la ira en
situaciones complicadas o la elección del criterio que nos parezca más correcto
cuando educamos a nuestros hijos son decisiones que nos ponen en un brete y, al fin y al cabo, ejercicios de
paciencia, que como decía el dicho aquel es un árbol de raíces amargas y frutos
muy dulces.
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