Nunca está tan sembrado Juan
Manuel de Prada como cuando escribe sobre cine, pues es capaz de reproducir con
palabras pensamientos y emociones que ciertas películas han despertado en
nosotros, de una manera
tan certera que parece casi un milagro. Sentimientos que permanecieron en
nuestro inconsciente, afloran por obra y arte de su pluma como las flores en el
campo, con absoluta naturalidad y belleza. Nadie como él para sacar a relucir
aquello que no sabíamos cómo verbalizar o que atesorábamos en nuestro interior sin darnos cuenta.
Y en esta línea me ha parecido el artículo
que escribió sobre la película Ben-Hur, una de mis preferidas, un alarde de
sensibilidad e inteligencia, con algunas conclusiones a las que llega bastante
originales, pues incide en aspectos polémicos como la falta de protagonismo de
la mujer o los tintes homosexuales que el escritor ve en algunos de los
protagonistas. Una visión más sobre este film, del que tanto se ha
escrito, que completa a todas las demás. Y es que algunas películas no dejan de
suscitar múltiples interpretaciones por muchos años que hayan pasado desde que fueron
rodadas, cintas de hondo calado en la memoria colectiva por muchas razones.
Juan Manuel de Prada afirma que Charlton Heston, el actor protagonista, había nacido para
este papel. Lo que sí es cierto es que la profunda espiritualidad y
religiosidad que tenía en la vida real contribuyó sin duda al
verismo de su actuación.
Reproduzco parcialmente este
artículo,Tratado sobre el odio y el amor, publicado en el suplemento
cultural del ABC del 28/3/15, para que disfrutéis de esa forma de escritura magistral, tan rotunda y tan acabada, que caracteriza a Prada:
Cuando William Wyler rueda
Ben-Hur (1959) lleva más de 30 años detrás de las cámaras dirigiendo películas.
El oficio adquirido y la pomposa aridez de la materia prima que se le
encomienda (la novela de Lew Wallace, que ya había sido soberbiamente filmada
sin sonido por Fred Niblo, con Ramón Novarro como protagonista) podrían haber
deparado una de esas películas decrépitas y cansinas, grandilocuentes e
hinchadas, en las que tantos maestros enterraron los rescoldos de su talento.
Pero Ben-Hur es una película llena de ímpetu, de desgarro dramático, de
patetismo de ley, cuyo asunto, peliagudo y casi inabarcable, permitía augurar
resultados más bien fallidos: se trataba de narrar con imágenes suntuosas la
metanoia que el cristianismo introdujo en el espíritu del hombre occidental,
sustituyendo el apetito de venganza por la pasión redentora del perdón.
Como suele ocurrir con las
grandes obras de arte, algunas de las secuencias de Ben-Hur refutan el mensaje
que la historia trata de transmitir, pues tan importante es la evolución
psicológica del protagonista interpretado por un Charlton Heston apoteósico en
su conversión final (un poco enfática, si se quiere) como el itinerario de
tormentoso rencor que terminará desencadenándola, a modo de catarsis.
Suele decirse que las secuencias
más estrictamente religiosas de Ben-Hur adolecen de ñoñería o envaramiento. No
negaremos que las que sirven de prólogo o colofón a la película puedan
participar de estas calamidades; en cambio, no se recuerda que la obra de Wyler
contiene en su seno la más emocionante aparición de Jesucristo que jamás se
haya probado en una película: nos referimos a esa escena en que un sediento y
claudicante Ben-Hur, camino de las galeras, es socorrido por un hombre a quien
sólo vemos de espaldas; incluso despojada de los envolventes acordes de Miklos
Rósza, la planificación de Wyler resulta de una convicción apabullante.
Ben-Hur, por lo demás, es una
película estrictamente viril en la que los personajes femeninos deambulan como
espectros errabundos. Ben-Hur no mantiene su historia de amor con la borrosa
Esther (Haya Harareet), sino con su amigo Mesala (Stephen Boyd), el general
romano que luego se convertirá en su archienemigo. La agonía de Mesala tras la
carrera de cuadrigas tiene un aroma de un sadismo arrebatado, y hasta sus
ribetes de amor griego, si se quiere; unos ribetes que también acompañan la
mirada complacida con la que el cónsul Arrio, interpretado soberbiamente por
Jack Hawkins, contempla al musculoso galeote Heston, amarrado al remo. Este
clima insinuado de amores prohibidos, en combinación con el fuego del odio,
añade a la película un clima desconcertante u ambiguo que sus más obtusos
detractores nunca han querido reconocer.
Y es que Ben-Hur, en contra de lo
que pretenden algunos, no es tan sólo una trepidante carrera de cuadrigas, ni
un incesante despliegue de fastuosidad y alardes técnicos. Es también (y sobre
todo) un tratado sobre el odio como derivado vitriólico del amor capaz de
abrasar una vida entera; y también de redimirla, al liberarla de su veneno. No
hace falta añadir (pero lo hacemos) que Charlton Heston había nacido para
componer este personaje: su presencia afligida y macho tiene una carnalidad que
hiere y sobrecoge, casi tanto como la vengativa misión que consume a su
personaje.
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