jueves, 16 de abril de 2015

Ben-Hur según Juan Manuel de Prada

 
Nunca está tan sembrado Juan Manuel de Prada como cuando escribe sobre cine, pues es capaz de reproducir con palabras pensamientos y emociones que ciertas películas han despertado en nosotros, de una manera tan certera que parece casi un milagro. Sentimientos que permanecieron en nuestro inconsciente, afloran por obra y arte de su pluma como las flores en el campo, con absoluta naturalidad y belleza. Nadie como él para sacar a relucir aquello que no sabíamos cómo verbalizar o que atesorábamos en nuestro interior sin darnos cuenta. 
Y en esta línea me ha parecido el artículo que escribió sobre la película Ben-Hur, una de mis preferidas, un alarde de sensibilidad e inteligencia, con algunas conclusiones a las que llega bastante originales, pues incide en aspectos polémicos como la falta de protagonismo de la mujer o los tintes homosexuales que el escritor ve en algunos de los protagonistas. Una visión más sobre este film, del que tanto se ha escrito, que completa a todas las demás. Y es que algunas películas no dejan de suscitar múltiples interpretaciones por muchos años que hayan pasado desde que fueron rodadas, cintas de hondo calado en la memoria colectiva por muchas razones.
Juan Manuel de Prada afirma que Charlton Heston, el actor protagonista, había nacido para este papel. Lo que sí es cierto es que la profunda espiritualidad y religiosidad que tenía en la vida real contribuyó sin duda al verismo de su actuación.
Reproduzco parcialmente este artículo,Tratado sobre el odio y el amor, publicado en el suplemento cultural del ABC del 28/3/15, para que disfrutéis de esa forma de escritura magistral, tan rotunda y tan acabada, que caracteriza a Prada:
Cuando William Wyler rueda Ben-Hur (1959) lleva más de 30 años detrás de las cámaras dirigiendo películas. El oficio adquirido y la pomposa aridez de la materia prima que se le encomienda (la novela de Lew Wallace, que ya había sido soberbiamente filmada sin sonido por Fred Niblo, con Ramón Novarro como protagonista) podrían haber deparado una de esas películas decrépitas y cansinas, grandilocuentes e hinchadas, en las que tantos maestros enterraron los rescoldos de su talento. Pero Ben-Hur es una película llena de ímpetu, de desgarro dramático, de patetismo de ley, cuyo asunto, peliagudo y casi inabarcable, permitía augurar resultados más bien fallidos: se trataba de narrar con imágenes suntuosas la metanoia que el cristianismo introdujo en el espíritu del hombre occidental, sustituyendo el apetito de venganza por la pasión redentora del perdón.
Como suele ocurrir con las grandes obras de arte, algunas de las secuencias de Ben-Hur refutan el mensaje que la historia trata de transmitir, pues tan importante es la evolución psicológica del protagonista interpretado por un Charlton Heston apoteósico en su conversión final (un poco enfática, si se quiere) como el itinerario de tormentoso rencor que terminará desencadenándola, a modo de catarsis.
Suele decirse que las secuencias más estrictamente religiosas de Ben-Hur adolecen de ñoñería o envaramiento. No negaremos que las que sirven de prólogo o colofón a la película puedan participar de estas calamidades; en cambio, no se recuerda que la obra de Wyler contiene en su seno la más emocionante aparición de Jesucristo que jamás se haya probado en una película: nos referimos a esa escena en que un sediento y claudicante Ben-Hur, camino de las galeras, es socorrido por un hombre a quien sólo vemos de espaldas; incluso despojada de los envolventes acordes de Miklos Rósza, la planificación de Wyler resulta de una convicción apabullante.
Ben-Hur, por lo demás, es una película estrictamente viril en la que los personajes femeninos deambulan como espectros errabundos. Ben-Hur no mantiene su historia de amor con la borrosa Esther (Haya Harareet), sino con su amigo Mesala (Stephen Boyd), el general romano que luego se convertirá en su archienemigo. La agonía de Mesala tras la carrera de cuadrigas tiene un aroma de un sadismo arrebatado, y hasta sus ribetes de amor griego, si se quiere; unos ribetes que también acompañan la mirada complacida con la que el cónsul Arrio, interpretado soberbiamente por Jack Hawkins, contempla al musculoso galeote Heston, amarrado al remo. Este clima insinuado de amores prohibidos, en combinación con el fuego del odio, añade a la película un clima desconcertante u ambiguo que sus más obtusos detractores nunca han querido reconocer.
Y es que Ben-Hur, en contra de lo que pretenden algunos, no es tan sólo una trepidante carrera de cuadrigas, ni un incesante despliegue de fastuosidad y alardes técnicos. Es también (y sobre todo) un tratado sobre el odio como derivado vitriólico del amor capaz de abrasar una vida entera; y también de redimirla, al liberarla de su veneno. No hace falta añadir (pero lo hacemos) que Charlton Heston había nacido para componer este personaje: su presencia afligida y macho tiene una carnalidad que hiere y sobrecoge, casi tanto como la vengativa misión que consume a su personaje.


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