Me regaló el libro de Jorge
Javier Vázquez, La vida iba en serio, una chica de la editorial Planeta que
llegó a casa un día, ya muy tarde, para intentar venderme un montón de cosas.
Aquel era un obsequio de parte de la empresa para premiar la fidelidad de sus
clientes, pues me vendieron en su momento una colección enciclopédica
de libros y DVD’s sobre lugares del Mundo. Yo nunca me hubiera comprado este
libro, y eso que su autor me cae bien, aunque no vea sus programas porque son de la telebasura, pero una amiga que lo había descargado en su e-Book me contó
hace tiempo algunas de sus truculencias y, como todo lo que es sacado de su contexto, me
pareció aberrante.
Lo empecé a leer porque acababa
de terminar mi última lectura y no tenía otra cosa que me gustara lo suficiente,
y debo decir que me sorprendió mucho. En él el presentador de t.v. cuenta su
vida pero con su manera de ser tan particular, escribe como habla, con un
desparpajo y unas ocurrencias que hacen que te mueras de risa. Y dice muchas
cosas que nunca se atrevería a decir en una entrevista, porque en el fondo
conserva esa timidez que le acompañó en su niñez y juventud, y que los que
somos tímidos sabemos que nunca termina de desaparecer por completo.
No es esta una biografía al uso,
sino una obra muy al estilo de su autor, un poco caótica, algo superficial
porque no entra en muchas profundidades, una exorcización de demonios
personales que hace que ciertas ideas se repitan una y otra vez a lo largo de
sus páginas, esos traumas nunca del todo superados que son los fantasmas
particulares que todos llevamos dentro. La palabra “marica” o “maricón” empieza
ya desde la infancia, las pocas veces que jugó en la calle con sus vecinos, o
en el colegio. Prefería estar en casa haciendo cualquier cosa
antes que sufrir el insulto y la afrenta. Jorge Javier, que parece ahora tan
extrovertido, ha sido incapaz durante muchos años de hablar abiertamente con su
familia de muchos de los aspectos de su vida que le han atormentado
precisamente por no poderlos compartir. Era como si se tuviera que avergonzar
por ser homosexual.
Sobre todo por su padre, muy
estricto, con el que parece que mantuvo una relación de amor-odio, pues en su
niñez y juventud todo eran reproches y malos tratos, las tortas que le pegaba
cuando no era capaz de comprender las matemáticas, hasta el punto de que en una
ocasión que se le vino encima Jorge Javier se orinó en los pantalones. O cuando
en el colegio se hizo una representación teatral en la que se intercambiaron
los papeles, los chicos se vestían de chicas y al revés. Al padre le pareció
mal y se negó a asistir, arrastrando consigo al resto de la familia. Jorge
Javier se entregó a su papel con tal fuerza que fue ovacionado por todos los
asistentes, incluídos sus compañeros, algunos de los cuales no pudieron
reprimir unas lágrimas porque sabían que estaba solo.
La cosa no fue a mejor cuando empezó a tener
relaciones sexuales con desconocidos en cuartos oscuros, como él dice, siempre
de noche para no ser visto, y se le acababan las excusas al volver a casa
y encontrarse con las malas caras de su padre y sus preguntas. Por eso cuando
llegó a Madrid, después de acabar Filología española, enseguida se sintió tan a
gusto. Había sido su sueño toda la vida. Badalona, de donde provenía, con aquel
barrio pobre de edifcios grises, quedaba atrás, y Barcelona, ciudad tan
limpia y de diseño, también. Él prefería la capital en todas sus facetas, la
vida cultural, el ambiente, las posibilidades inmensas, el anonimato, hasta
la suciedad de algunas calles, todo le gustaba.
De sus dos hermanas habla poco, y
se lamenta del escaso contacto que tiene con ellas. De una tía, hermana de su
padre, me encanta lo que cuenta, su independencia, la cantidad de libros cultos
que tenía en su casa y que él disfrutó como ávido lector que es, los porros que
compartían ya desde que él era un niño. La tía progre, la confidente. Pero lo
que más me ha gustado es cuando habla de sus padres. Así como al principio la
relación con el padre no es buena, cuando se marchó a Madrid y empezó a trabajar
y a ganarse bien la vida la cosa cambió: el suyo fue un padre orgulloso,
resignado por fin a la homosexualidad del hijo, que ya sabía que nunca se
casaría ni tendría hijos, aunque sobre este tema nunca llegaron a hablar abiertamente. Sabía que
su padre sufría por todo esto, y Jorge Javier supo ponerse en su lugar, a pesar
de que la actitud del progenitor fuera tan poco comprensiva para con su persona.
De su madre habla maravillas.
Relata cómo se conocieron ella y su padre, lo guapa que era, sus encuentros
sexuales mientras fueron novios, cómo se quedó embarazada para que él pudiera
salir de casa de unos padres amargados y tétricos, lo mucho que ella disfrutaba con el sexo, las veces que el
matrimonio se reían juntos por cualquier tontería, o cuando se ponían un disco
y empezaban a bailar en el salón de su casa. Fue ella el único miembro de
su familia al que se atrevió a presentarle a su pareja, Daniel, con la que
continúa, una vez que el padre hubo fallecido. Es tierno el relato del
viaje que hizo con sus padres a Roma, pagándoles todos los gastos, y en el que
el padre ya se empezó a encontrar mal, sin saber aún que ya estaba enfermo.
Jorge Javier idea unos monólogos
interiores, unas veces del padre, otras de la madre, otras del matrimonio en
diversos momentos de la historia, que aportan al libro una nota original e
inesperada. Él se pone en el lugar de ambos y, conociéndolos como los conoce,
no le cuesta imaginar lo que pensaban y sentían en cada ocasión, aunque a él no
se lo dijeran. Es muy conmovedor el que recrea la despedida del padre a la
madre, poco antes de morir, en el que le pide que cuide de sus hijos y
especialmente del pequeño, de Jorge Javier, porque le recuerda a su mejor amigo
de juventud, que también era homosexual, y no quería que acabara como él,
“porque son personas a las que no quiere nadie”, decía.
Menciona en el libro a algunos de
sus mejores amigos, una pareja hetero y otra homo, a los que considera su
familia en Madrid, y a algunas de las personas con las que ha trabajado, con
nombres y apellidos, de las que habla pestes (las primeras con las que
colaboró) y maravillas (su relación con Carmen Rigalt). De sus encuentros
amorosos aporta todo tipo de detalles escabrosos, pero dichos por él, con ese
ingenio que tiene y ese humor, no escandalizan, aunque creo que no le
importaría que fuese así. También dice cosas bonitas, fruto de profundas reflexiones. Por quien siente adoración es por Daniel, su actual
pareja, el pilar fundamental de su vida.
Es este un libro curioso, que ya
va por su 8ª edición, y cuyo éxito no sé si animará a su autor a seguir publicando
otros. Una biografía con grandes lagunas, como su etapa universitaria, de la
que no habla nada, pero en la que cuenta lo que a él realmente le importa, y a
su manera, sin pelos en la lengua, llamando a las cosas por su nombre. Es
valiente, fresco, conmovedor, y nos describe cómo es la vida de un homosexual,
no tan conocida por todos, con toda su crudeza y sus esperanzas. Hasta el
título es significativo, que la vida iba en serio por si nos habíamos creído
otra cosa. La portada es un homenaje a Madrid, la ciudad que se lo ha dado
todo, una ilustración que representa la plaza del Callao vista desde la Gran
Vía, con el edificio Capitol, donde está el neón de Schweppes. En la
contraportada una foto suya en blanco y negro con su perro Garbo, nombre que le puso
en honor a la 1ª revista para la que trabajó, y que le hizo compañía a su madre cuando quedó viuda. Lectura recomendable, con independencia de la opinión que su autor pueda merecer. Para gente sin prejuicios.
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