La cafetería era un local enorme
con una decoración moderna y lleno de gente mayor. Pedimos, entre otras cosas,
unas croquetas de “pushero”. El camarero me miró como si fuera una
extraterrestre cuando le pregunté en qué consistía eso. Es como la carne del
cocido. En una mesa cercana una familia estaba comiendo un pisto con huevos
fritos encima con un aroma delicioso. El
camarero nos miró aún más extrañado cuando para terminar Miguel Ángel y yo
pedimos un Cola Cao. Nos gusta tomar algo caliente por la noche, qué le vamos a hacer.
Miguel Ángel de espaldas, en el centro de la imagen |
Los edificios que se veían me
recordaban los de Chernobil por lo feos y abandonados que parecían. Tras
atravesar un pasadizo el paisaje cambió como por ensalmo. Una gran plaza llena de
tiendas y terrazas típicas inglesas nos recordó a Mª José y a mí nuestra visita
a Londres, que hicimos hace tiempo cada una por nuestra cuenta con nuestros
hijos. Pasé frente a los comercios de souvenirs pensando comprar algo a la
vuelta, pero luego ya estaban cerrados.
Enfilamos una larga calle llena
de comercios, y al cabo de un rato topamos con una iglesia en una plaza, que en
un lateral tenía una entrada de estilo andaluz, con azulejos blancos y azules, y vegetación exuberante.
Por dentro apenas tenía adornos, nada en el altar mayor. Seguimos y pasamos
debajo de la Puerta de Southport, especie de puente de piedra vestigio de una
antigua fortificación. A continuación el pequeño Cementerio de Trafalgar,
donde están enterrados algunos de los contendientes de aquella batalla. Es como un jardín o un parque diminuto a pie de calle, rodeado por una
verja de hierro.
Tras un cruce la calle se hizo
cuesta arriba y llegamos a la zona de los teleféricos, desde donde subimos a lo
alto de las montañas para ver a los monos. Donde más están es en una zona intermedia en la que el teleférico
no paraba, pues desde abril hasta octubre sólo sube a la parte más alta, para evitar colapsos por la mayor afluencia de turistas, pero
los monos se iban multiplicando en el tiempo que estuvimos allí, pues donde
está la gente allá que van ellos dispuestos a quitarles alguna vianda.
Miguel Ángel vio en internet con su móvil qué especie era aquella, un macaco que también hay en los Montes Atlas del Norte de África.
Había muchas hembras. Una de ellas, muy vieja, fue el primer ejemplar que nos
encontramos. Nos miraba a todos con ojos entornados, y una mezcla de cansancio
y desdén. Cerca otra hembra, más joven, estaba sentada en la rama de un árbol y
su cría la miraba y se acercaba a ella para mamar, pero cuando lo hacía no
tardaba en darle un bocado en el cuello, lo que provocaba que perdiera pie y se
quedara colgando de la rama, mientras emitía agitados sonidos de protesta,
reprochándole a su madre, que no le hacía caso.
Puerta de Southport |
Miguel Ángel con ademán de conquistador de ultramar, como él mismo quiso posar |
Ya en el pueblo comimos, en una
terraza cerca de los teleféricos, unas hamburguesas muy ricas con patatas fritas
metidas en unos canastillos metálicos con un papel. El día se iba despejando y
lucía un sol magnífico y una brisa fresca. Había empezado nublado y luego las
nubes grises se fueron, como en Ceuta el día anterior. Las gaviotas se posaban sobre un muro cercano porque estaba cerca el mar. Había gente de todas las
nacionalidades en las mesas. Nos atendió un camarero con mucho gracejo andaluz,
que nos dijo una cosa muy bonita, que hacía mucho tiempo que no oía hablar
un castellano tan perfecto. Ahí empezó la conversación, salpicada de
chascarrillos: que los españoles que vivían en Gibraltar eran unos "renegaos" porque
tenían la nacionalidad británica, que tenía que aguantar “de tó” desde que
trabajaba allí, “y ya estoy hablando bastante” decía mirando de reojo a la
dueña, una sargento treinteañera vigoréxica con un teñido rubio muy
feo que andaba por allí cerca, que si él era de Ceuta y allí tuvo muchos años
un bar hasta que con la ley de rentas antiguas ya no pudo seguir pagando el
alquiler y lo tuvo que dejar… Cuando le dije que mi padre era de allí enseguida
supuso que tenía familia militar, y dijo que con alguno había tenido mucha
amistad de cuando iba a tomarse algo a su local. Ahora se había construido una
casa en Estepona, desde donde iba y venía todos los días a Gibraltar. Nos
sorprendió al final cuando afirmó que prefería que La Roca no fuera española
porque así ganaba más.
Ya casi llegando a la plaza donde
empezamos nuestro recorrido gibraltareño, una comitiva muy larga de ingleses
ancianos iba en sentido contrario siguiendo una gran cruz de hierro negro, con
dos sacerdotes de negro riguroso a la cabeza, uno de ellos recitando salmos en
inglés. Todos iban diciendo en voz alta lo que leían en unas hojas. Como era
Viernes Santo imaginamos que sería una pequeña procesión, porque en Gibraltar hay
una mezcla de algecireño y británico muy peculiar. No nos dió tiempo a visitar la Línea de La Concepción.
Siempre que volvíamos de alguna
de estas excursiones descansábamos una hora u hora y media en la residencia, en nuestras
habitaciones, hasta la hora de la cena. Estaba yo tumbada en la cama poniendo
mensajes con el móvil y Miguel Ángel se acababa de lavar la cabeza, cuando empezó a
sonar un ruido fuerte, como una presa cuando está saliendo el agua. Pensé que
igual los de la habitación de al lado habían abierto mucho el grifo para
ducharse, cuando Miguel Ángel sale del baño y exclama: “¡Mira mamá, el suelo!
¡Qué es esto!”. Al sentarme en la cama y poner los pies en el suelo noté que
chapoteaba, y al ponerme de pie vi que un montón de agua salía a gran velocidad
de debajo del armario empotrado, junto a la puerta. Me puse los zapatos, que se
estropearon porque eran de ante, y sin darme tiempo a coger el sujetador, que
me había quitado para estar cómoda, me lancé al pasillo corriendo hacia el
ascensor para avisar a Juan en recepción de lo que estaba ocurriendo. Salió
escopetado él también y como le dije que a lo mejor era cosa de los de la habitación
de al lado entró con una llave que tienen ellos y vio que no había nadie y que
en su baño todo estaba bien. “Es en vuestra habitación”, dijo. Tardó un rato en
cortar la llave de paso, lo cual me recordó una de las cosas que nos dijo cuando nos conoció, al preguntarle cuánto se tardaba en llegar a los sitios. "Depende de si es paso madrileño o paso andaluz", afirmaba, dando a entender que este último era más lento. Dejó por fin de inundarse nuestra habitación, que a
esas alturas tenía varios dedos de agua y una nube de vapor flotando en ella
porque era agua caliente, además de haber salido al pasillo y llegado a las
puertas de los dos lados. Luego nos contó Juan que el presupuesto que tenían asignado sólo dió para reformar la mitad de los cuartos de baño de la residencia, el resto seguía antigüo.
Enseguida me dio otra habitación,
en el piso de arriba, más grande y que daba a la parte de atrás en lugar de a
la carretera, con lo que había menos ruido. Nos fuimos a cenar a una terraza
con precios muy económicos, en las inmediaciones de la calle Alfonso XII, donde
estuvimos el día anterior, que es la zona de más ambiente de allí. Al día
siguiente, gracias a la insistencia de Mª José, nos abrieron el comedor
temprano, aunque aún no era la hora de abrir, para que pudiéramos desayunar, y
vimos desplegada una puerta de acordeón corredera que dividía la sala, para
tapar los cubos con los que recogian el agua que se filtraba por el
techo, justo donde estaba la que fue mi habitación. Nos dijeron que Juan había recogido lo
menos 20 cubos, y la persona que le siguió cuando acabó su turno a las 10 se
pasó recogiendo agua toda la noche porque no había dejado de salir. La
residencia estaba llena, pero siempre dejaban libres un par de habitaciones
para cualquier eventualidad. Los de la habitación de al lado, un matrimonio con
niños pequeños, no se quisieron cambiar hasta el día siguiente, a pesar de tener
la llave de paso cortada. Nos despedimos de Juan con dos besos, y Miguel Ángel con un apretón de manos, pensando seguro
el hombre que menos mal que ya se iban esas pesadas que la iban armando allá
donde fueran.
A la estación marítima se llegaba
en taxi en 5 minutos. Aunque íbamos un poco justos de hora aún nos sobró
tiempo. Da gusto cuando se está en un sitio donde las distancias son cortas. El
viaje nos había sabido a poco, por lo que al día siguiente, domingo, para
aprovechar lo que quedaba de las vacaciones, y mientras Miguel Ángel se iba con
su padre a una finca que tiene uno de sus tíos, Mª José y yo nos fuimos al
Escorial. Jornada de campo para todos. Ya habíamos estado hace años cuando hacíamos senderismo y visitamos
la Silla de Felipe II, pero ella no conocía La Herrería. Compramos magdalenas
en una panadería del pueblo, que tenía cola porque todo lo que hacen allí es
delicioso, que era donde comprábamos el pan cuando iba con mi familia de pequeña. Las
terrazas estaban llenas. Vi que habían abierto negocios nuevos, uno de
ellos en la plaza del Ayuntamiento, una cafetería muy bonita que lucía en sus
expositores unos dulces y unas empanadas con una pinta increíble.
El campo estaba verde pero aún
había pocas flores. Hasta mayo no empezarán a salir. Había gente diseminada por
las mesas con bancos, y nosotras nos pusimos en el que suelo ocupar cuando voy
con mi familia. Yo me tumbé al sol después de comer y lo debí coger todo yo
porque luego estaba como un cangrejo, cosa que me pasa siempre que voy
allí. Miguel Ángel también volvió rojísimo de la finca de su tío, porque
también le estuvo dando bien el aire y el sol.
Un perro de caza muy juguetón apareció por
allí y sin darme tiempo a reaccionar se llevó en sus fauces mi botella de agua.
El dueño, que estaba con su mujer y otra pareja cerca de allí, se disculpó y me
trajo otra, pero ya estaba empezada y la tiré a la basura en cuanto pude. El
monasterio dejaba oir sus campanadas de vez en cuando, y escuchar el canto de
los pájaros era muy relajante.
Por la tarde hicimos una breve
visita al Monasterio. En el control de entrada hice una broma con la vigilante
acerca de mi bolsita de magdalenas que pasaba por el escáner, y ella siguió la
guasa señalando a otra compañera, metida en un chiscón acristalado, que decía
tener hambre, aunque se estaba comiendo unas galletas. En el interior tuvimos
la suerte de coincidir cuando estaban tocando el órgano, aunque había pocas personas allí para
disfrutarlo. Volvimos deprisa por el atajo hacia la estación, pues casi
perdemos el tren. Un niño de unos 4 años nos dio la serenata durante el trayecto, llorando y
gritando muerto de sueño porque quería estar con su mamá y su papá.
Estaba preocupada antes de este
viaje por si Miguel Ángel se fuera a encontrar mal mientras estuviéramos por
ahí, pero lo cierto es que lo ha pasado bien y le ha sentado mejor. Se rió
mucho con los piques de Mª José y Juan, y con sus ocurrencias. Ella le trata
con afecto y él está a gusto. Miguel Ángel era como un osito amoroso, cariñoso,
atento y dulce. No sé cuándo será la siguiente escapada, habrá que recuperar un
poco el cash, pero espero que sea tan estupenda como esta como poco. Las
vacaciones pasan demasiado deprisa.
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