martes, 14 de abril de 2015

Viaje de Semana Santa 2015 (y II)

 
La cafetería era un local enorme con una decoración moderna y lleno de gente mayor. Pedimos, entre otras cosas, unas croquetas de “pushero”. El camarero me miró como si fuera una extraterrestre cuando le pregunté en qué consistía eso. Es como la carne del cocido. En una mesa cercana una familia estaba comiendo un pisto con huevos fritos encima con un aroma delicioso. El camarero nos miró aún más extrañado cuando para terminar Miguel Ángel y yo pedimos un Cola Cao. Nos gusta tomar algo caliente por la noche, qué le vamos a hacer.
Miguel Ángel de espaldas, en el centro de la imagen
Al día siguiente fuimos a Gibraltar. Nos habían advertido en la residencia de que allí todo es más caro porque los precios están en libras, que tienen más valor que el euro. Si se pagaba con tarjeta no había ese problema. Llegamos en un autobús de línea regular a la Línea de la Concepción y desde allí, a pie, cruzamos la aduana sólo enseñando el carnet de identidad. Los no europeos tenían que mostrar más documentación. Los que iban en coche tenían que aguantar una larga cola. Tras pasar el control lo 1º que te encontrabas es una cabina telefónica roja típica inglesa. Atravesamos una pista de aterrizaje, dándonos prisa en el último tramo por indicación de una agente de policía, pues un avión hacía maniobras para despegar. Tras una pequeña cancela unos cuantos turistas esperábamos como niños curiosos el momento en que el avión tomara altura frente a nosotros, rumbo al mar, para hacer fotos. Miguel Ángel vio un caza aparcado a un lado que le encantó.
Los edificios que se veían me recordaban los de Chernobil por lo feos y abandonados que parecían. Tras atravesar un pasadizo el paisaje cambió como por ensalmo. Una gran plaza llena de tiendas y terrazas típicas inglesas nos recordó a Mª José y a mí nuestra visita a Londres, que hicimos hace tiempo cada una por nuestra cuenta con nuestros hijos. Pasé frente a los comercios de souvenirs pensando comprar algo a la vuelta, pero luego ya estaban cerrados.
Enfilamos una larga calle llena de comercios, y al cabo de un rato topamos con una iglesia en una plaza, que en un lateral tenía una entrada de estilo andaluz, con azulejos blancos y azules, y vegetación exuberante. Por dentro apenas tenía adornos, nada en el altar mayor. Seguimos y pasamos debajo de la Puerta de Southport, especie de puente de piedra vestigio de una antigua fortificación. A continuación el pequeño Cementerio de Trafalgar, donde están enterrados algunos de los contendientes de aquella batalla. Es como un jardín o un parque diminuto a pie de calle, rodeado por una verja de hierro.
Tras un cruce la calle se hizo cuesta arriba y llegamos a la zona de los teleféricos, desde donde subimos a lo alto de las montañas para ver a los monos. Donde más están es en una zona intermedia en la que el teleférico no paraba, pues desde abril hasta octubre sólo sube a la parte más alta, para evitar colapsos por la mayor afluencia de turistas, pero los monos se iban multiplicando en el tiempo que estuvimos allí, pues donde está la gente allá que van ellos dispuestos a quitarles alguna vianda. Miguel Ángel vio en internet con su móvil qué especie era aquella, un macaco que también hay en los Montes Atlas del Norte de África. Había muchas hembras. Una de ellas, muy vieja, fue el primer ejemplar que nos encontramos. Nos miraba a todos con ojos entornados, y una mezcla de cansancio y desdén. Cerca otra hembra, más joven, estaba sentada en la rama de un árbol y su cría la miraba y se acercaba a ella para mamar, pero cuando lo hacía no tardaba en darle un bocado en el cuello, lo que provocaba que perdiera pie y se quedara colgando de la rama, mientras emitía agitados sonidos de protesta, reprochándole a su madre, que no le hacía caso.
Puerta de Southport
Subiendo a lo más alto había unas magníficas vistas del mar y de una pequeña playa que parecía acotada sólo para disfrute de los habitantes de los adosados construídos abajo. El agua en la orilla tenía tonos turquesas y se veía muy limpia. Las gaviotas no dejaban de volar sobre el precipicio en gran número, quedándose paradas en el aire a los 426 m. que estábamos. Entramos en la zona de cafetería y souvenirs, un edificio muy moderno, con cristaleras enormes. Compramos un hojaldre relleno de una carne guisada muy rica a modo de aperitivo, que pude calentarme en un microondas industrial. Había incluso paella con bonito, como la que hace mi madre, pero aquí la llamaban ensalada de arroz. Los alimentos ingleses se mezclaban con los españoles. Los souvenirs eran muy curiosos, había de todo: monos de madera que colgaban unos de otros por la mano, pequeñas reproducciones plateadas de aviones de la 2ª Guerra Mundial, monedas inglesas, muñecos que eran bobbys, la policía inglesa, camisetas y calcetines que apenas eran un paquete del tamaño de la palma de una mano y que adquirían su tamaño original mojándolos con agua… Los monos sabios, aquellos que no ven, no oyen y no hablan, están tomados de una leyenda japonesa, pero en Gibraltar la usan como un recuerdo más de la visita.
Miguel Ángel con ademán de conquistador de ultramar,
como él mismo quiso posar
Bajamos a un mirador, desde donde se podía ver otro promontorio lleno de hierba verde, cuya parte más alta cubrían las nubes. Había algunos monos de gran tamaño, que yo creo que si se subieran encima de alguien lo tirarían al suelo con su peso. Al bordear el edificio el viento hizo que me cayera en un brazo y un poco en la cara la cagada de una gaviota, abundante, blanca y semilíquida. Por mucho que la quise limpiar en los servicios se quedó una mancha. Cuando bajábamos hacia el teleférico para regresar uno de los monos le cogió inesperadamente la mochila a un chico de unos 13 años que se iba a hacer una foto a su lado, como si se la quisiera abrir. Parecía una persona. Se produjo una gran algarabía, y a partir de ese momento al resto de los monos que había por allí les cambió el gesto y la actitud, y de estar tranquilos e indiferentes pasaron a ponerse nerviosos y a acechar a los turistas. Uno se subió al brazo de un hombre que llevaba una bolsa de pipas en la mano, pero no le dio nada. Había carteles que anunciaban 500 libras de multa a quien les diera de comer, que en euros es mucho más. Mª José, entusiasmada, dijo que los recordaba así de la vez que estuvo allí hace años con su familia, y que le extrañaba que hubieran estado tan apagados hasta ese momento.
Ya en el pueblo comimos, en una terraza cerca de los teleféricos, unas hamburguesas muy ricas con patatas fritas metidas en unos canastillos metálicos con un papel. El día se iba despejando y lucía un sol magnífico y una brisa fresca. Había empezado nublado y luego las nubes grises se fueron, como en Ceuta el día anterior. Las gaviotas se posaban sobre un muro cercano porque estaba cerca el mar. Había gente de todas las nacionalidades en las mesas. Nos atendió un camarero con mucho gracejo andaluz, que nos dijo una cosa muy bonita, que hacía mucho tiempo que no oía hablar un castellano tan perfecto. Ahí empezó la conversación, salpicada de chascarrillos: que los españoles que vivían en Gibraltar eran unos "renegaos" porque tenían la nacionalidad británica, que tenía que aguantar “de tó” desde que trabajaba allí, “y ya estoy hablando bastante” decía mirando de reojo a la dueña, una sargento treinteañera vigoréxica con un teñido rubio muy feo que andaba por allí cerca, que si él era de Ceuta y allí tuvo muchos años un bar hasta que con la ley de rentas antiguas ya no pudo seguir pagando el alquiler y lo tuvo que dejar… Cuando le dije que mi padre era de allí enseguida supuso que tenía familia militar, y dijo que con alguno había tenido mucha amistad de cuando iba a tomarse algo a su local. Ahora se había construido una casa en Estepona, desde donde iba y venía todos los días a Gibraltar. Nos sorprendió al final cuando afirmó que prefería que La Roca no fuera española porque así ganaba más.
Ya casi llegando a la plaza donde empezamos nuestro recorrido gibraltareño, una comitiva muy larga de ingleses ancianos iba en sentido contrario siguiendo una gran cruz de hierro negro, con dos sacerdotes de negro riguroso a la cabeza, uno de ellos recitando salmos en inglés. Todos iban diciendo en voz alta lo que leían en unas hojas. Como era Viernes Santo imaginamos que sería una pequeña procesión, porque en Gibraltar hay una mezcla de algecireño y británico muy peculiar. No nos dió tiempo a visitar la Línea de La Concepción.
Siempre que volvíamos de alguna de estas excursiones descansábamos una hora u hora y media en la residencia, en nuestras habitaciones, hasta la hora de la cena. Estaba yo tumbada en la cama poniendo mensajes con el móvil y Miguel Ángel se acababa de lavar la cabeza, cuando empezó a sonar un ruido fuerte, como una presa cuando está saliendo el agua. Pensé que igual los de la habitación de al lado habían abierto mucho el grifo para ducharse, cuando Miguel Ángel sale del baño y exclama: “¡Mira mamá, el suelo! ¡Qué es esto!”. Al sentarme en la cama y poner los pies en el suelo noté que chapoteaba, y al ponerme de pie vi que un montón de agua salía a gran velocidad de debajo del armario empotrado, junto a la puerta. Me puse los zapatos, que se estropearon porque eran de ante, y sin darme tiempo a coger el sujetador, que me había quitado para estar cómoda, me lancé al pasillo corriendo hacia el ascensor para avisar a Juan en recepción de lo que estaba ocurriendo. Salió escopetado él también y como le dije que a lo mejor era cosa de los de la habitación de al lado entró con una llave que tienen ellos y vio que no había nadie y que en su baño todo estaba bien. “Es en vuestra habitación”, dijo. Tardó un rato en cortar la llave de paso, lo cual me recordó una de las cosas que nos dijo cuando nos conoció, al preguntarle cuánto se tardaba en llegar a los sitios. "Depende de si es paso madrileño o paso andaluz", afirmaba, dando a entender que este último era más lento. Dejó por fin de inundarse nuestra habitación, que a esas alturas tenía varios dedos de agua y una nube de vapor flotando en ella porque era agua caliente, además de haber salido al pasillo y llegado a las puertas de los dos lados. Luego nos contó Juan que el presupuesto que tenían asignado sólo dió para reformar la mitad de los cuartos de baño de la residencia, el resto seguía antigüo.
Enseguida me dio otra habitación, en el piso de arriba, más grande y que daba a la parte de atrás en lugar de a la carretera, con lo que había menos ruido. Nos fuimos a cenar a una terraza con precios muy económicos, en las inmediaciones de la calle Alfonso XII, donde estuvimos el día anterior, que es la zona de más ambiente de allí. Al día siguiente, gracias a la insistencia de Mª José, nos abrieron el comedor temprano, aunque aún no era la hora de abrir, para que pudiéramos desayunar, y vimos desplegada una puerta de acordeón corredera que dividía la sala, para tapar los cubos con los que recogian el agua que se filtraba por el techo, justo donde estaba la que fue mi habitación. Nos dijeron que Juan había recogido lo menos 20 cubos, y la persona que le siguió cuando acabó su turno a las 10 se pasó recogiendo agua toda la noche porque no había dejado de salir. La residencia estaba llena, pero siempre dejaban libres un par de habitaciones para cualquier eventualidad. Los de la habitación de al lado, un matrimonio con niños pequeños, no se quisieron cambiar hasta el día siguiente, a pesar de tener la llave de paso cortada. Nos despedimos de Juan con dos besos, y Miguel Ángel con un apretón de manos, pensando seguro el hombre que menos mal que ya se iban esas pesadas que la iban armando allá donde fueran.
A la estación marítima se llegaba en taxi en 5 minutos. Aunque íbamos un poco justos de hora aún nos sobró tiempo. Da gusto cuando se está en un sitio donde las distancias son cortas. El viaje nos había sabido a poco, por lo que al día siguiente, domingo, para aprovechar lo que quedaba de las vacaciones, y mientras Miguel Ángel se iba con su padre a una finca que tiene uno de sus tíos, Mª José y yo nos fuimos al Escorial. Jornada de campo para todos. Ya habíamos estado hace años cuando hacíamos senderismo y visitamos la Silla de Felipe II, pero ella no conocía La Herrería. Compramos magdalenas en una panadería del pueblo, que tenía cola porque todo lo que hacen allí es delicioso, que era donde comprábamos el pan cuando iba con mi familia de pequeña. Las terrazas estaban llenas. Vi que habían abierto negocios nuevos, uno de ellos en la plaza del Ayuntamiento, una cafetería muy bonita que lucía en sus expositores unos dulces y unas empanadas con una pinta increíble.
El campo estaba verde pero aún había pocas flores. Hasta mayo no empezarán a salir. Había gente diseminada por las mesas con bancos, y nosotras nos pusimos en el que suelo ocupar cuando voy con mi familia. Yo me tumbé al sol después de comer y lo debí coger todo yo porque luego estaba como un cangrejo, cosa que me pasa siempre que voy allí. Miguel Ángel también volvió rojísimo de la finca de su tío, porque también le estuvo dando bien el aire y el sol.
Un perro de caza muy juguetón apareció por allí y sin darme tiempo a reaccionar se llevó en sus fauces mi botella de agua. El dueño, que estaba con su mujer y otra pareja cerca de allí, se disculpó y me trajo otra, pero ya estaba empezada y la tiré a la basura en cuanto pude. El monasterio dejaba oir sus campanadas de vez en cuando, y escuchar el canto de los pájaros era muy relajante.
Por la tarde hicimos una breve visita al Monasterio. En el control de entrada hice una broma con la vigilante acerca de mi bolsita de magdalenas que pasaba por el escáner, y ella siguió la guasa señalando a otra compañera, metida en un chiscón acristalado, que decía tener hambre, aunque se estaba comiendo unas galletas. En el interior tuvimos la suerte de coincidir cuando estaban tocando el órgano, aunque había pocas personas allí para disfrutarlo. Volvimos deprisa por el atajo hacia la estación, pues casi perdemos el tren. Un niño de unos 4 años nos dio la serenata durante el trayecto, llorando y gritando muerto de sueño porque quería estar con su mamá y su papá.
Estaba preocupada antes de este viaje por si Miguel Ángel se fuera a encontrar mal mientras estuviéramos por ahí, pero lo cierto es que lo ha pasado bien y le ha sentado mejor. Se rió mucho con los piques de Mª José y Juan, y con sus ocurrencias. Ella le trata con afecto y él está a gusto. Miguel Ángel era como un osito amoroso, cariñoso, atento y dulce. No sé cuándo será la siguiente escapada, habrá que recuperar un poco el cash, pero espero que sea tan estupenda como esta como poco. Las vacaciones pasan demasiado deprisa. 



























 
 
 


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