martes, 12 de febrero de 2008

Llámame srta. Escarlata


Es difícil, con los tiempos que corren, mantener unos modales aceptables y un mínimo de educación en nuestro desenvolvimiento cotidiano. Sólo con ir por la calle a una hora concurrida, o en el transporte público, la paciencia y la propia educación son puestas a prueba una y otra vez. Desde la persona que te pisa sin compasión y casi no se disculpa, pasando por el que ha olvidado ducharse y te toca justo al lado, o el que no se quita la mochila de la espalda y va dando golpes a diestro y siniestro, o el que se apoya en ti para no tener que ir agarrado a la barra, y el que se propasa aprovechando el mogollón, aunque esto último no es un problema de educación sino de sexualidad desviada.
Observo que para los extranjeros que nos habitan, no tiene la buena educación el mismo significado que para nosotros, los autóctonos. No sé si es que ellos tienen otros valores o que simplemente carecen por completo de ellos.
Y ésto se hace extensible a la gente joven, que muchas veces parece ostentar malos modos como si de una seña de identidad se tratara: sentarse (los chicos) con las piernas demasiado abiertas, hablar dando voces, mascar chicle con la boca abierta.... Si lo que pretenden es escandalizar, como suele ser lo normal en la época adolescente, pobres recursos emplean. Puede ser que la moda underground incluya, además de la exhibición de la ropa interior e ir pisándose los bajos de los pantalones, hablar a base de palabrotas y contonearse por la calle como los simios, imitando lo que hacen los raperos en los video clips. Hace poco en el autobús escuché sin querer un retazo de conversación que mantenían dos chicos jóvenes: “ Tío, estoy harto del cabrón de mi viejo. A ver si la liña de una vez y me deja en paz”. La pureza de su léxico, la profundidad de sus palabras, me produjeron una mezcla de inquietud y estupor inenarrables. Si mis hijos hablaran alguna vez así de mí, en el caso de que tuviera algo que dejarles les desheredaría.
La gente mayor tampoco se queda atrás muchas veces. Yo no sé si es porque ya se vuelven impacientes o irascibles, pero con frecuencia hacen uso de su status de 3ª edad, a la que se supone se le debe un respeto, para ir atropellando al personal. Se ve sobre todo al ir a entrar en el autobús, donde pretenden pasar los primeros aunque hayan llegado los últimos. Espero no llegar a la ancianidad así, que la educación que me dieron siendo niña no me abandone nunca.
Intento enseñarle a mis hijos qué es eso de la buena educación, o la educación a secas, aunque a veces mis intentos resultan infructuosos, sobre todo con mi hijo que, no sé si será porque se acerca a la edad rebelde, no le gusta que le corrija sus maneras y su forma de hablar.
El tema de los modales en la mesa es un punto y aparte. Qué difícil es inculcarles un mínimo de comportamiento en la mesa: desde no meterse el cuchillo en la boca para limpiar los restos, hasta no usar las manos con la comida, y no digamos eructar, que en otros países se considera de buen tono porque así se demuestra lo mucho que te está gustando lo que comes y lo bien que te está sentando, pero que aquí de momento es todo lo contrario. Chuparse los dedos, sorber la sopa con ruido, limpiarse la boca con la mano, hablar con la boca llena, accionar con los cubiertos mientras se está charlando como si fueran espadas o pararrayos, comer el pan a bocados sin ser un bocadillo..... son algunas de las menudencias que pretendo enseñarles que no se deben hacer, más que nada para que no terminen pareciendo unos trogloditas.
Luego está el extremo opuesto, el de los que quieren parecer tan finos que ya se pasan, como cierta señora muy conocida que ya pasó a mejor vida y que en los ágapes sociales solía partir los guisantes con cuchillo y tenedor. O mi madre, sin ir más lejos, que en el internado de monjas donde estudió la obligaban a comer las patatas fritas con tenedor, acrobacia degustativa digna de ser vista que el que llegue a dominar merece toda mi admiración.
Y dejando a un lado los modales en la mesa, la educación que le quiero dar a mis hijos pasa, entre otras cosas, por no mirar el pañuelo después de haberse sonado la nariz, o no escupir, costumbre que ha adoptado mi hijo últimamente, a modo de machadita o yo qué sé qué.
Por la calle, cuando no hay educación, puedes ser víctima de todo tipo de tropelías: desde que te quemen con un cigarrillo de esos que se llevan en la mano como al descuido, hasta pisar excrementos de animales cuyos dueños carecen de sentido cívico y no han querido recogerlos, pasando por la gente que se queda hablando parada en mitad de la acera y no dejan pasar. Y qué decir tiene de los conocidos que te asaltan por detrás para saludarte dándote un palmetazo en la espalda, algo que detesto profundamente.
Los programas de televisión enseñan poco en ésto de la buena educación, más bien todo lo contrario, y la gente en general, y sobre todo los niños, aprenden cosas que son incorrectas pensando que están bien hechas. Sobre todo las series de humor, que pretenden conseguir la risa fácil a base de regocijarse en lo chabacano.
Si tuvieran que impartir ahora en los colegios e institutos una asignatura que en los tiempos de mi madre se llamaba “Urbanidad”, sería la rechifla general, nadie le daría la importancia que tiene, cuando lo único que pretendía era enseñar lo que a cada uno en su casa le tendrían que haber inculcado ya, es decir, buena educación. Porque se puede ser muy culto y erudito y al mismo tiempo un auténtico patán, que el conocimiento es una cosa y el saberse comportar otra muy distinta.
La próxima vez que alguien me diga en forma amistosa-coloquial “qué jodía” o “qué cabrona”, le diré: “Por favor, llámame srta. Escarlata”. Qué menos.

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