miércoles, 27 de febrero de 2008

Maniática de la última palabra (IV)

- Últimamente a mis hijos, cuando juegan en casa, les ha dado por meterse por dentro del pijama los cojines que tengo de adorno en los sillones del salón, y dicen que están “gorditos”. Entonces se ponen muy mimosos y empiezan a hacer el ganso: bailan moviendo su improvisada obesidad de un lado para otro (me recuerdan a los Morancos cuando hacías “Omaíta”), o chocan entre ellos como si fueran sumos en miniatura. Mis hijos no sólo se disfrazan en carnaval, sino que lo hacen todo el año. Y lo de ponerse “gorditos” pareciera que es que quieren asemejárseme. Sólo sé que cuando hacen esa tontería, si estaba enfadada con ellos dejo de estarlo, y si me piden cualquier cosa consiguen de mí todo lo que se propongan.

- Estoy sorprendida por cómo se está desarrollando la campaña electoral de esta nueva legislatura: apenas hay propaganda de los candidatos en televisión, ni folletos tirados al aire desde los coches, ni carteles pegados en las fachadas, y pocos colgando de las farolas. Por un lado se agradece la falta de bombardeo político, pero por otro lado parece que faltara ilusión, como si lo que vaya a acontecer en el futuro nos diera igual, como si cundiera el desencanto, el aburrimiento y el cansancio democrático. No sabemos valorar lo que tenemos. La democracia, aún con todos sus fallos, fundamenta la vida en este país, nuestra vida.


- He leído una mención hecha a Schopenhauer sobre las raíces del mal, y señala dos factores que lo motivan: primero el instinto de supervivencia, que arrastra consigo lacras como el egoísmo, la envidia y la mentira, y después el tedio. Yo sería capaz de hacer el mal sólo en defensa propia o de los míos, ahí puedo ser malísima, mefistofélica.

- No he estado nunca de acuerdo con la célebre frase de Descartes “Pienso, luego existo”. A ver lo que piensa un mosquito, o un hincha de fútbol, y mira si existen. Debería ser “Siento, luego existo”, y al decir “siento” no me refiero a los sentimientos si no a las sensaciones físicas. Aunque nos falte uno de los cinco sentidos, o casi todos como ya he conocido a alguien que le pasa, siempre queda alguno por el que nos sabemos vivos.

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