viernes, 1 de febrero de 2008

Nacida libre


Animales. Así denominamos a una parte de nuestra zoología, en la que no solemos incluirnos los seres humanos.
Gran error. Los griegos decían que el hombre es un “zoon politikon”, es decir, una animal político, entendiendo ésto último como social, un ser vivo que necesita relacionarse con los demás para desarrollarse.
Posteriormente se habla del hombre como “animal racional”, en cuanto que se le atribuye inteligencia y capacidad de razonamiento. En ésto hay grados también.
Dentro del reino animal, no somos la especie que mejor parada sale, pues muchas otras nos dan cien mil vueltas y de ellas tendríamos mucho que aprender. Animales como el delfín, que son tan inteligentes y dulces, capaces de un gran valor cuando la ocasión lo requiere, o el mono, nuestro antecesor y al que en el fondo seguimos pareciéndonos, con gestos y comportamientos muy similares a los nuestros, desde la forma de mirar hasta la manera de coger los objetos o apoyarse en el regazo de la madre cuando son pequeños. O la memoria de algunos especímenes, que recuerdan durante mucho tiempo quién los ha ayudado o quién les ha hecho daño.
La mayoría de la gente no da valor a la vida de los animales, o consideran que su derecho a vivir es inferior al nuestro, por eso los maltratan y los abandonan, y con razón salía en el anuncio publicitario aquel lo de que “él nunca lo haría”, cosa seguramente cierta pues su capacidad para el mal o su falta de fidelidad son prácticamente inexistentes. Y además tendríamos que aprender de su forma de organizarse socialmente, del cuidado y protección que tienen las hembras con sus crías, y los machos con sus familias. Sólo se mueven por instinto, nunca por maldad.
A mí es difícil verme en un zoológico. La única vez que visité uno, el de Madrid, para que mis hijos vieran a los animales en vivo, pasé un mal rato: sólo de verlos encerrados en jaulas, o metidos en una pequeña extensión de terreno, hacinados y rodeados de zanjas, me producía una tristeza inmensa.
Recuerdo especialmente un tigre blanco, que precisamente por ser distinto del resto de los de su especie lo habían colocado en un habitáculo diferente. A través del cristal se le podía ver mirando hacia el muro del fondo, inmóvil, de espaldas a todos los intrusos y mirones que estábamos allí. Me pareció la viva imagen de la soledad y la tristeza.
Algo parecido a lo que me contó mi hermana una vez sobre un monito que vió en el escaparate de una tienda de música y que tenían allí como reclamo. Era todo desolación, parecía que se preguntara el motivo por el que se le inflingía aquella tortura, el por qué lo habían aislado del resto de sus congéneres para traerlo a un espacio pequeño y cerrado sólo iluminado con luz artificial.
Detesto también los circos que tienen animales: ningún ser vivo debería ser adiestrado para entretener a nadie, obligado hasta la extenuación a repetir una y mil veces los mismos movimientos que en ellos son antinaturales y ponen en peligro su integridad física. A cambio de un lugar donde vivir y comida, como si ellos no tuvieran sitios mejores donde estar y alimentos más suculentos con que alimentarse. La esclavitud.
Ni siquiera los parques naturales, con las posibilidades de espacio y Naturaleza que ofrecen me parecen sitios adecuados para ellos. Qué manía de sacarlos de su hábitat de origen para llevarlos lejos y exhibirlos sin pudor. Que nos llevaran a nosotros al polo Norte o al desierto, a ver cómo nos sentaba.
Qué gusto da acariciar el lomo de un gato y ver cómo arquea su cuerpo y levanta la cola de placer, o rascarle la panza a un perrillo que sólo quiere jugar y dar unas cuantas vueltas en el suelo, retozón.
Me viene a la memoria un cachorro de perra que vivía en la casa del guardabosques que hay en la entrada a la Herrería, en El Escorial, cuando íbamos a pasar al campo los fines de semana. Mora se llamaba, por el color tan negro de su piel. Era preciosa. La cogía en brazos como si fuera un bebé y le daba el biberón, así hasta que se hizo mayor.
También me acuerdo de un pajarito que tenía una amiga del colegio, que colocaba sus patitas en uno de mis dedos y se subía a otro dedo si lo colocaba un poco más alto, como si se tratara de una escalera.
Pero el animal que más impresión me causó fue una perrita que tenía una amiga de mi hija. En una ocasión que fuimos a su casa, se escondió cuando llegamos debajo de la cama de su dueña, asustada porque no nos conocía. Salió al cabo de un rato para acercarse lentamente y observarme con unos ojos enormes y tristísimos, como intentando saber cómo era yo y qué intenciones tenía. Al poco, depositó su cabeza y una pata sobre mi muslo, sin dejar de mirarme. Me dijo su dueña que la había sacado de un centro de acogida de animales maltratados. Entendí su desconsuelo y la necesidad constante y nunca satisfecha de recibir afecto. Probablemente nunca tendría bastante por mucho amor que quisiéramos darle. La acaricié largo rato, y no dejé que la apartaran alegando que quizá molestaba. Cerca, un poco retirados, dos gatos de la casa muy ceremoniosos observaban distantes la escena desde un balcón abierto.
Yo nunca tendré un animal en casa, porque no puedo dedicarle la atención y el espacio que necesita.
Nacida libre, como el título de aquella serie que en los años 70 gustó tanto en televisión. Sólo recuerdo que trataba de una leona joven y del dilema de si debía vivir en cautividad o en su medio natural. La búsqueda de la libertad era la sensación que transmitían aquellas imágenes. Lo mismo que buscamos los seres humanos.
El mundo entero es una gigantesca Arca de Noé. Respetemos a todos los animales, grandes y pequeños.

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