lunes, 8 de noviembre de 2010

Cumbres borrascosas

Siempre he encontrado una fuente de placer inagotable en la literatura clásica, ya que pocas de las cosas que se escriben últimamente tienen las cualidades que aquellas tenían, siempre sublimes y llenas de resonancias y contenido.

Leyendo Cumbres borrascosas, la única obra que escribiera Emily Brontë, me resulta tan interesante que no puedo dejar pasar un momento libre sin que me ponga a retomar la lectura, a pesar de ser una historia tan trágica que hace sucumbir el ánimo en más de una ocasión. Es una lástima que esta escritora muriera tan joven. Su hermana Charlotte escribió otra de las novelas que más me han gustado siempre, Jane Eyre, y coincide con Emily en ser extraordinariamente sentimental, dramática y romántica.

Al leer Cumbres borrascosas recordaba lo que había visto en la película que protagonizaron Lawrence Olivier y Merle Oberon. Ya en su momento, siendo una niña, me causó una gran impresión. Nunca creí que una historia de amor pudiera ser tan tierna y tan desgarrada al mismo tiempo.

El film es una recreación parcial del libro, mucho más amplio, y también una versión libre de éste, puesto que el final de la película no se corresponde con el literario, y además se ahorra muchos detalles escabrosos de los personajes. Sólo en la novela tenemos una descripción detallada de las oscuridades a las que el alma humana puede llegar, los abismos insondables en los que puede caer por culpa de los sentimientos mal encauzados.

Es maravillosa la relación de los dos protagonistas, Catherine y Heathcliff, cuando desde niños comparten su destino y descubren que son almas gemelas, dos temperamentos indómitos que vuelan libres, felices y salvajes siempre que no haya nadie  que  los quiera sujetar. Dos personas que se quieren y que cuando llegan a la edad adulta además se aman, y de una forma tan tierna y apasionada como yo lo recordaba en el cine. Pero en el libro hay una gran carga de locura también, porque al ser dos personas desmedidas en sus afectos y en sus caracteres, comprometidas por lazos invisibles e indisolubles, a pesar de la oposición de los que los rodean, intercambian entre sí una carga tan negativa de pasión y de rencor cuando ella está ya a punto de morir que es imposible de soportar. Sienten una atracción subyugadora casi desde la cuna que, al mismo tiempo, les va destruyendo.

De niña, al ver la película, no comprendía por qué una historia de amor tan romántica y sublime tenía que terminar en tragedia, me parecía injusto y cruel. Pensaba que era por culpa de los que les rodeaban, que no les dejaban dar rienda suelta a sus sentimientos. Y en parte es así, pero lo que ahora creo es que fue un afán de posesión desmedida. Cualquier contrariedad se tomaba como una muestra de desamor, y como los dos son iguales no son capaces de ver su error, no pueden tomar distancia y pararse a reflexionar. No hay espacio suficiente entre ambos, no hay libertad ni respeto, y sin embargo parecen gozar con estos avatares. Lo que más me sorprende y me encanta de esta historia de amor es lo mucho que dura en el tiempo, cuán profundamente sus raíces han germinado en esos corazones, y es tan indestructible que va más allá de la muerte.

No siempre somos testigos de historias de amor tan tremendas. Puede que el entorno en el que se criaron Catherine y Heathcliff, los páramos (palabra que se me quedó grabada en la mente desde la 1ª vez que vi la película y que ya siempre he asociado a la aridez y la desolación), propiciara esa unión tan profunda como una forma de protegerse contra la frialdad de carácter propia de los habitantes del lugar y las especiales circunstancias que les rodearon. Aunque ellos amaban esa tierra y ese paisaje, siempre sacudido por terribles tormentas.

Para mí es y será siempre una historia de amor hermosa y trágica, que me sigue conmoviendo hasta lo más profundo de mis entrañas de manera inexplicable e inquietante, y a la que no me habría importado cambiar el final. La foto que he puesto es la misma que yo tenía pegada en la pared de fondo del secreter donde tenía mi lugar de estudio, junto con la del Taj-Mahal y la de un grupo de música inglés de los 80 que usaba violines y otros instrumentos clásicos para tocar pop, cuyo nombre ya no recuerdo.
Es esta una foto que nunca me canso de contemplar.

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