Mi interés por el autismo empezó ya en mi infancia, cuando observaba a un niño de mi barrio que nunca decía nada y miraba a todo y a todos de una forma peculiar. Nunca contestaba a ninguna pregunta. Me parecía curioso el hecho de que una persona estuviera despierta y aparentemente con todos sus sentidos funcionando y, sin embargo, estuviera ausente de sí misma, ausente de todo.
Ahora tengo un caso muy cerca, la hija del vecino de al lado, una niña que debe tener ahora unos 6 ó 7 años, que cuando era más pequeña la oía en su casa comportarse de manera poco habitual, pues se asustaba con facilidad y reaccionaba con agresividad, dando gritos, llorando y tirando todo lo que tuviera alrededor. Casi no podía hablar, decía mamá con una voz gutural y emitía extraños sonidos. Su rostro era como el de una muñeca de cera, sin ninguna expresión, como si no tuviera vida, y sus ojos te miraban con una mezcla de temor y malhumor. Últimamente ya consigue pronunciar algunas palabras más y ya no suele entrar en crisis como antes.
Por eso, cuando pasaron el otro día una película basada en las experiencias de Temple Grandin, una autista que es muy famosa en EE.UU., me interesó al instante.
A esta mujer le diagnosticaron autismo a los 4 años. Al llegar a la adolescencia sus problemas se agudizaron y fue expulsada del instituto por pegar a un compañero que se había metido con ella. Pasó entonces a una escuela para jóvenes dotados con problemas sensoriales y emocionales. A los 16 años fue a pasar unos días a la granja de ganado de un tío en Arizona. Allí se fijó en una máquina que se usaba para tranquilizar al ganado cuando venía el veterinario: dos placas metálicas que comprimían a las reses por los lados. La presión suave parecía relajarlas. Entonces pensó en hacer un artilugio semejante para ella: una máquina de abrazos. Una de las características de los autistas es que no soportan que los toquen, pero eso no significa que no necesiten sentir el contacto de los demás. Hubo un profesor especialmente de su escuela que la animó a construir la máquina, y fue alguien muy importante en su vida junto con su madre porque confió plenamente en sus posibilidades y le abrió las puertas del conocimiento con paciencia y dulzura. Temple realizó otros muchos experimentos.
Se doctoró en Ciencia Animal en la Universidad de Illinois y actualmente es profesora de comportamiento animal en la Universidad de Colorado. Ha escrito libros como Pensando en imágenes e Interpretar a los animales. Ha estudiado también etología y neuropsicología. Sus diseños de mataderos se extendieron por todo EE.UU. y ha contribuido a que las reses tengan una muerte más digna.
El mundo interior de los autistas ha sido hasta hace no mucho un auténtico misterio. Temple Grandin, en sus numerosos artículos, nos describe algunos de los síntomas y características de esta dolencia. Los autistas no sienten las mismas emociones que el resto de la gente. Sus decisiones se guían por el razonamiento y no por los sentimientos. Si ven algo desagradable no les asusta, pero sí les enoja. Raramente les perturban los recuerdos emotivos. “Cuando tengo emociones fuertes”, dice Temple, “éstas son poderosas mientras las estoy experimentando, pero no dejan una gran huella en mi cerebro. No tengo subconsciente o recuerdos reprimidos. Tengo acceso a todos mis recuerdos”.
Las personas con autismo desean el contacto afectivo con otros pero se encuentran bloqueados frente al intercambio social complejo. La adaptación social debe proceder por la vía del intelecto, no pueden adquirir instintivamente las habilidades sociales. Ellos aprenden todo por razonamiento. “Era como un visitante de otro planeta que debía aprender extraños modales del nuevo mundo”.
Los autistas necesitan mucho más tiempo para cambiar su atención entre su auditorio y el estímulo visual. Tienen problemas con las frases largas, que conllevan excesiva información. “Mi oído es como un audífono con el control de volumen fijado en extra fuerte (…) No puedo modular el estímulo auditivo entrante. Muchos autistas tienen problemas con la modulación de las aferencias (entradas) sensoriales y reaccionan ya sea en exceso o en forma escasa (…) Soy incapaz de hablar por teléfono en una oficina ruidosa o aeropuerto (…) Si trato de dejar fuera el ruido de fondo, también dejo fuera el teléfono”.
Su sistema nervioso es tan sensible que se sobreestimula con cualquier sonido o la cercanía de alguien.
Grandin dedica muchas páginas a una cualidad que tienen muchos autistas: la habilidad visual. En el caso de ella es algo que pudo comprobar en su trabajo como diseñadora de mataderos. “Al comienzo de mi carrera, utilizaba una cámara fotográfica para tratar de captar la perspectiva de los animales. Me agachaba y tomaba fotografías a la altura de los ojos de una vaca. Mediante estas fotos, pude darme cuenta de las cosas que asustaban al ganado, como las luces y las sombras. Entonces usaba películas en blanco y negro, porque hace veinte años los científicos creían que los bovinos carecían de visión cromática. Hoy en día, la investigación ha demostrado que pueden percibir los colores (…) Comencé a diseñar cosas cuando era niña. En la escuela primaria hice un helicóptero con los restos de un avión de madera roto. Cuando enrollé la hélice y lo lancé, el helicóptero voló hacia arriba unos 30 metros. También hacía cometas con formas de pájaros, que remontaba detrás de mi bicicleta. Hacía pruebas con formas diferentes de doblar las alas para mejorar el vuelo. Aprendí que las cometas volaban más alto si les doblaba hacia arriba las puntas de las alas. Este mismo diseño comenzó a aparecer treinta años después en los aviones comerciales”.
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