jueves, 11 de noviembre de 2010

El pensamiento negativo (I)

Haciendo una vez más limpieza en las estanterías de mi casa (siempre hay libros que no me han gustado y que mi cuñado recibe como un tesoro porque, ávido lector como es, suele sacar partido de casi todo), cayó en mis manos el libro que Risto Mejide escribió hace un par de años, El pensamiento negativo, título que cuadra muy bien con la imagen que de sí mismo ha querido darnos.

En efecto, el libro me dejó un regusto desagradable en algunos pasajes, como si estuviera escrito por alguien amargado. Cuesta creer que Risto pueda tener alguna queja sobre la vida en general, un profesional como él con una brillante y larga carrera en el mundo de la publicidad, en nada que ver con sus corrosivas intervenciones en el concurso Operación triunfo, que le valieron popularidad e impopularidad a partes iguales. Debajo de toda esa andanada verbal de crueldad y basura que solía salir de su boca cada vez que tenía que dar su opinión a los concursantes (dicen que la parrilla de audiencia subía como la espuma cada vez que ésto sucedía), y de su aparente desinterés ante las ilusiones, el esfuerzo y la sensibilidad ajenas se esconde, me parece a mí, un hombre profundamente desencantado de la mayoría de las cosas de la vida, y que sólo conserva algunas pocas que constituyen sus pequeños y escondidos tesoros de generosidad y humanidad, celosamente guardados en lo más profundo de su ser, y que hace aflorar sólo de vez en cuando, porque nadie es de piedra y todos necesitamos en un momento dado mostrar nuestro lado más sensible.

Subrayé muchos pasajes de su libro cuando lo leí, como suelo hacer con todo aquello que me interesa por su belleza o, como en el caso de Risto, por su originalidad, por lo que de distinto tiene a todo lo conocido y que me hace reflexionar, porque aporta un punto de vista diferente del mundo.

Sus frases parecen ideas en constante contradicción luchando entre sí, pequeños pensamientos desconcertantes que son como flechas dirigidas a nuestra gnosis. “Si quieres encontrarte fácil, búscate en sincero y mírate en algún lugar entre una pequeña promesa y alguna frustración”. O “Si lo piensas, la mayoría de tus proyectos van asfaltando de ilusión las ruinas de un pasado que crece bien absurdo destruido por la deflagración de los intentos”. “¿Tú de pequeño habrías querido ser tú?”.

Risto despliega juegos de ideas y de palabras que son demoledores y que dan un giro radical a nuestra forma de pensar. Sobre sus breves concesiones al sentimiento deja caer al mismo tiempo una lluvia ácida de pesimismo sin control, que parece la basura de un cerebro y un corazón saturados de miseria. Quizá se trate de una inteligencia y una sensibilidad exacerbadas que no puedan asimilar fácilmente las asperezas que la vida con frecuencia depara. El temor a ser nuevamente heridos nos acoraza.

Él, gran comunicador oral hasta el momento, aunque con polémicos resultados, se lanza en su libro a elucubrar sobre el lenguaje. “Creo que fue un austríaco con nombre de lavadora, Wittgenstein, el que escribió que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Y yo siempre he pensado que deberíamos escuchar más al lenguaje, porque suele dar acertadas pistas sobre el uso de las palabras. Si utilizas el adjetivo “mi” antes de la palabra novia, esposa o amigo, la gramática te dice que eres un posesivo. Si explicas lo mucho que “amabas”, su definición te responde que eso ya es pretérito, pasado y seguramente imperfecto. Tanto si hablas de “escuchando” que es gerundio, como si has “hablado” en participio, en ambos casos “conversas”, que ya es muy presente e indicativo. Y cuando hablas de “enamorarse”, viene el diccionario y te dice que mejor lo trates como reflexivo.

Escuchar no hace daño a nadie. Créeme, le hemos probado todos alguna vez. En las relaciones sentimentales, los psicólogos dicen que es propio sola y únicamente del período de seducción, cuando el hombre habla para impresionar y la mujer escucha para hacerle creer que está impresionada.

Pero claro, eso de escuchar e interactuar implica la peligrosa posibilidad de que alguien te pueda hacer cambiar de opinión. Y en los tiempos que corren, tiempos de valores inertes (coherencia, consistencia, rigidez), muy alejados de los valores de los seres vivos (cambio, adaptabilidad, flexibilidad), parece mucho más cómodo, rentable y por tanto correcto, ser escuchado antes que escuchando, emisor antes que receptor, muy sordo antes que un poquito mudo.

Yo, en realidad, mientras escribía esto, ya he cambiado un par de veces de parecer. Será que me escucho demasiado”.

Risto intercala alguna descripción escabrosa de algún encuentro sexual, que para mi gusto, y por la forma tan despreciativa como ha hablado de sí mismo y, sobre todo, de la persona con la que ha estado en ese momento y de esa clase de situaciones en general, resulta bastante degradante. Parece un desquite, y le da igual herir sensibilidades, parece que le importa bien poco el qué dirán. Pero cuando habla del amor, la cosa cambia radicalmente, y parece ser la causa principal de sus amarguras, una asignatura pendiente que nunca ha conseguido aprobar. “Tus relaciones fracasadas son siempre mayoría, y algo que está tan presente en tu vida no puede ser tan malo si te ha llevado hasta donde estás. Alguien que te ha acompañado un trozo del camino ni siquiera debería poder considerarse fracaso. Admitir e incluso estar orgulloso de tus fracasos puede ser el principio de gestación de todos tus próximos triunfos”. Una concesión al optimismo.

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