Hay ciertas cosas que uno nunca querría volver a hacer, sobre todo porque han dado lugar en su momento a situaciones truculentas y ridículas, y nos excusamos con la sempiterna frase “todos somos humanos”, algunos más que otros, y por tanto todos nos podemos equivocar. He aquí algunas de las que a mí me han ocurrido. Ríanse o lloren, hay para todos los gustos:
1) Cuando me comí aquellas bravas un verano en una terraza junto a la playa. La salsa picante se me fue por mal sitio y estuve tosiendo media hora sin parar, llorando y babeando, más roja que una grana. La vergüenza que pasé y la angustia por no poder rehacerme y volver a respirar con normalidad no lo sabe nadie. Además estábamos sentados con una conocida de mis padres, que todo el rato la pobre estuvo intentando animarme y quitarle importancia al asunto.
2) La limpieza de cutis que me hice hace unos meses. No me la había hecho nunca y tenía curiosidad por saber cómo es eso. En buena hora: aunque la chica que me atendió era sumamente amable y se veía que sabía hacer bien su trabajo (me aplicó mascarillas de todas clases, desde tierra volcánica hasta extracto de algas y animales marinos varios), la cara me estuvo doliendo por lo menos dos días.
3) Ponerme una faja después de dar a luz a mi primer hijo, por recomendación médica, para que el abdomen vuelva a su sitio. La congestión de mis partes íntimas fue tan grande que se me estuvieron a punto de soltar todos los puntos que me dieron, que fueron incontables. Si ya entonces no me gustaban las fajas, ahora además las odio. Las prescripciones facultativas a veces hay que pasárselas por ahí mismo.
4) Pisar aquella caca de perro nada más salir del portal de mi casa el día que hacía mi Primera Comunión. Yo llevaba sandalias, pero la cosa no fue más allá. Este tipo de cosas me suelen pasar con frecuencia, y pisar mierda nunca me ha traído buena suerte.
5) Intentar asar un cordero en el horno de mi casa estas Navidades, que hace tiempo que no funciona bien. Se quedó tan crudo que al día siguiente los restos que habían quedado hicieron amago de irse a pastar al campo.
6) Limpiar los cristales del ventanal de mi cocina subida en lo alto de una escalera. Esto me sucedió cuando estaba arreglando mi casa para casarme. Había un cubo lleno de agua sucia de fregar al lado de la escalera. Al bajar no miré bien y allá fui yo a meter un pie en el cubo. Estaban conmigo dos de los sobrinos de mi ex marido, que por entonces eran pequeños, y se rieron un montón por lo bajinis. Me recordó uno de esos sketchs cómicos que ponen a veces en televisión.
7) Probarme en una tienda un vestido que resultó no ser de mi talla. Le reventé una de las costuras laterales y lo devolví procurando que no se viera el roto. Iba con mi hermana (en vaya apuros la meto). Se dieron cuenta cuando ya salíamos por la puerta, pero fuimos veloces. Esto ocurrió hace muchos años. Si me pasara ahora por supuesto que ya no me volvería a comportar así.
8) Colarme en el metro aprovechando que no hay empleados en las taquillas, como pasa en algunas entradas a las estaciones. Mi preferida era una de las de la Plaza de España. Por supuesto que ya no lo he vuelto a hacer, son cosas de juventud, pequeñas gamberradas, un desafío a las normas establecidas, a ver quién tiene narices. Hoy en día veo a mucha gente que lo hace.
9) Irme sin pagar de un bar en el que no me he sentido bien atendida. Es cierto que hay sitios que te atienden tarde, mal y nunca. Esto también fue cosa de mi juventud, aunque no descarto volver a hacerlo, porque en muchos sitios, cada vez más, ponen a prueba la paciencia de los clientes hasta más allá de lo estrictamente razonable.
Yo me veo con frecuencia metida en situaciones cómicas, rocambolescas o como quiera que se llamen, a las que nunca sé cómo he llegado a parar. Conmigo los payasos del circo tendrían un número extra que añadir a su espectáculo. Pasen y vean.
No hay comentarios:
Publicar un comentario