lunes, 21 de febrero de 2011

Hospital de Día (I)

La verdad es que me vino Dios a ver el día en que, por medio de una compañera de trabajo, conocí a Jesús. Andaba Miguel Ángel, mi hijo, muy perdido y yo ya no sabía qué hacer. Él se había pasado un curso entero metido en casa, nada más que jugando con la play y viendo televisión, y el nuevo curso que empezaba iba a ir por el mismo camino.

En abril hará dos años que empezó a salirle una especie de urticaria virulenta por todo el cuerpo que al principio no supieron ni los médicos a qué atribuirla, hasta que con el tiempo me di cuenta de que era una reacción al stress. Miguel Ángel llevó muy mal tener que repetir curso, pero al iniciar el siguiente se le habían acumulado de tal manera los suspensos que aquello era como una montaña que se le venía encima, y era incapaz de afrontar la situación y acudir a clase con normalidad.

El psiquiatra y la psicóloga de la Seguridad Social, sobre los que ya hablé en otro post, no sirvieron para nada. Fue mi compañera de trabajo quien, a través de un psiquiatra amigo suyo, me puso en contacto con Jesús.

Jesús es psicólogo y tiene su consulta en el ático de un chalet de tres plantas. Yo llegué allí una tarde de finales de octubre pasado sin saber muy bien a dónde iba. Él ocupa una habitación abuhardillada con terrazas a ambos lados, llena de objetos antiguos (un ventilador plateado años 50, grabados de barcos antiguos colgados en la pared, montones de libros ya amarillentos sobre psicología apilados aquí y allá), y recuerdo que entraba un sol dorado de atardecer otoñal por uno de los ventanales.

Miguel Ángel se mostró muy cerrado y a disgusto, contestaba con monosílabos a lo que Jesús le preguntaba, pero entre lo poco que de él sacó y unas cuantas cosas que yo le dije se hizo enseguida una composición de lugar. Él es un hombre sumamente sagaz e inteligente y no necesita muchas palabras para comprender. Cuando habla dice siempre las palabras justas y da en el clavo con todas las cuestiones, como si en su cabeza se organizara al momento un puzzle en el que todas las piezas encajan a la perfección, salvo algunas pocas que quedan sueltas porque ahí es donde él y su equipo tienen que intervenir. Dijo que enseñarían a Miguel Ángel a reír, a llorar, a enfadarse y, en definitiva, a desarrollarse como ser humano, para que en el futuro pudiera tener un trabajo, una pareja y, en fin, una vida normal. Nunca dejaría de ser introvertido, pero sería nada más que un rasgo de su personalidad, no un impedimento para su desenvolvimiento vital.

En seguida vió que las visitas particulares de poco le iban a servir a Miguel Ángel, y me propuso que acudiera al Hospital de Día para Adolescentes, una de cuyas unidades está en ese chalet. Allí mi hijo acudiría por la mañana a hora no muy temprana y se quedaría hasta después de comer para llevar a cabo unas convivencias con otros chicos y chicas de su edad que también tienen problemas de conducta. Se le daría de baja médica en el instituto e iniciaría un tratamiento basado en terapias colectivas e individuales. Varios terapeutas se encargan de impartirlas, todos con una amplia experiencia en el tema juvenil.

Miguel Ángel, tan reacio en un primer momento a ir, lleva sin embargo desde principios de diciembre acudiendo a ese lugar y no pone mucha pega. Jesús dijo que aquel era un lugar al que ninguno de los chicos quería ir, pero del que al final ninguno se iba. No hay vallas, ni puertas cerradas. Tan sólo se les dio el caso de un chaval que se marchó por voluntad propia, y entonces hubo que decirle a los padres que no volviera porque así no podían desarrollar el tratamiento.

A Miguel Ángel le llamó mucho la atención, cuando íbamos por allí y aún no había iniciado la terapia, que la gente se paseaba por todas partes con mucha tranquilidad, como Pedro por su casa como se suele decir. En la parte de atrás tienen una zona ajardinada en la que se oía música y hay una mesa de ping pong. Parecía un lugar de recreo y relajación más que otra cosa. Es muy curioso.

Desde que empezó el tratamiento Miguel Ángel ha tenido dos o tres momentos críticos en casa durante este tiempo, ocasiones en las que sus nervios están tan crispados que se conduce con agresividad verbal y hasta física si te pones en su camino. El pobre no hace si no responder a su esquema genético, pues por desgracia ha heredado casi todas las taras psíquicas de su padre. Eso y la forma como éste lo trataba cuando era pequeño han traído consecuencias que nunca hubiera pensado. Jesús ya me dijo que había que evitar toda confrontación, había que retirarse y dejarlo pasar. En realidad el que peor lo pasa es Miguel Ángel, porque corre a su habitación buscando el refugio y la quietud de su cama, mientras se deshace la piel a tiras con los rascados; entonces se tiende y aprieta los párpados cerrados, a la espera de que pase el momento. La última vez fue porque había discutido con un amigo: cualquier contrariedad o cualquier idea extraña que pase por su cabeza es motivo para que le suceda esto.

Pero sólo le ha pasado en dos o tres ocasiones, como ya dije antes. Algo le están removiendo en su interior, y eso le provoca días de tristeza o de rabia, según el caso. Esta última vez, y como he aprendido a afrontar la situación y mantener la calma, me senté en su cama, mientras él estaba tendido debatiéndose con los ojos cerrados, y le empecé a acariciar en la zona del corazón, que latía como si se le fuera a salir del pecho. Esos masajes suaves y tranquilos le fueron calmando.

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