No puedo dejar de acordarme de la inolvidable Grace Kelly cuando contemplo las fotos de la reciente boda de su hijo Alberto, el único de sus hijos que heredó su dulce rostro. Primero vi unas imágenes en televisión, cuando la novia ya se había casado y ofrecia su ramo, segun la tradición, a una imagen sagrada. El novio parecía estar sumamente nervioso, y algo poco agradable debió decirle a su ya esposa, porque enseguida la invadió la tristeza y un pequeño pañuelo apareció en una mano, que apenas podía contener sus lágrimas.
Y es que Alberto heredó la almibarada sonrisa de su madre, su blanca piel y sus ojos azules, pero no su clase ni su personalidad. Cuándo se ha visto que todo un príncipe abronque a la mujer con la que acaba de contraer matrimonio delante de todo el mundo. Se notaba que procuraba que no se le apreciara muy alterado, pero el efecto causado en la tan rubia y delicada novia fue más que elocuente.
Muchas historias circulan en torno a la pareja, y en todas Alberto no sale muy bien parado. Hijos ilegítimos con mujeres de aspecto chabacano, su reciente pasado de juergas interminables y sus pocas ganas de trabajar lo convierten en un miembro de la realeza europea que no brilla precisamente por su nobleza.
Dudo mucho que sea el tal Alberto un hombre de los pies a la cabeza, y dudo mucho también que Charlene pueda ser feliz al lado de alguien así. Cuando le preguntaban a los monegascos por sus impresiones de la boda, todos decían lo mismo: cuán nervioso estaba el príncipe y qué extrañamente triste la princesa.
Les veía en medio de todo el lujo y el boato al que nos tienen acostumbrados en Mónaco, y ella me pareció la mujer más infeliz de la tierra. De qué sirve unir tu vida a la de una persona que sólo puede darte bienestar económico. Ni todo el oro del mundo puede sustituir al amor, un bien de valor incalculable.
Sin duda, el glamour desapareció del pincipado cuando murió Grace. Se ve también en sus hijas, tan distintas a ella, tanto físicamente como en su forma de ser. Su aspecto es todo menos radiante. Parecían lánguidas, como apaleadas, cubiertas de Chanel, eso sí. Los hijos varones de la princesa Carolina tenían más aspecto de estar asistiendo a un funeral que a una boda. Su madre, a la que el paso de los años ha dejado una profunda huella en la piel, estaba finalmente sola, tras varios matrimonios, libre ya de su último consorte, aristócrata y alcohólico (qué lejos queda el bello Stephano, su 2º marido). Su hermana Estefanía con tan poco empaque como siempre, luciendo su eterno tatuaje en el tobillo, algo incompatible con la ropa de firma y la elegancia que la ocasión requería. Cuánto tiene en común con su hermano Alberto en cuanto al desenfreno de su vida personal.
Qué pasó en el pequeño principado para que las cosas se salieran de madre durante tantos años. El príncipie Rainiero y la princesa Grace parecian tener todo bajo control. No ejercían una férrea disciplina como padres, pero sí proporcionaron a sus hijos la educación cosmopolita y la vida acomodada propia de los de su condición. No creo que mientras ella vivió faltara nunca el amor.
Contemplo a Charlene, con su vestido de novia de Armani, absolutamente precioso, y pienso que una mujer como ella merecía sin duda alguien mejor. De qué sirve ser príncipe cuando se es en relidad un auténtico fantoche.
Y es que príncipes azules quedan muy pocos, si quedan.
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