Fue muy emocionante el partido que disputaron Djokovic y Nadal. Wimbledon siempre ofrece un juego especialmente impactante, de alto nivel. Al español lo quieren mucho allí, no había más que ver con qué ovaciones lo recibieron y lo despidieron, y cómo celebraban cada uno de los tantos que se adjudicó.
Pero por alguna razón (llámenme apatrida) mis sentidos estaban al lado del serbio. Quizá porque me gusta su juego, quizá porque me gusta su forma de ser. Nadal es muy potente, pero le falta chispa, y es también bastante soso de cara a los medios de comunicación. Siempre tan correcto, tan educado, parece no perder jamás la compostura.
Djokovic tiene mucho talento, y guarda en su manga un as: el magnetismo de su personalidad. Con un sentido del humor a prueba de sinsabores, se salta todas las normas como hacen los niños rebeldes que quieren llamar la atención, sin mala intención. Son muchos los que se han molestado con él por sus comentarios o sus parodias de otros compañeros, en un mundo como el del tenis que ha sido siempre tan riguroso y tan serio, tan pagado de sí mismo.
El pasado del serbio nos conmueve. Habiendo nacido en el corazón de una Europa conflictiva, escuchó las bombas caer no lejos de donde él estaba con su familia, y supo del miedo que supone vivir en guerra. El camino no ha sido fácil para él. Quizá por eso parece mayor de lo que es, siendo un año menor que Nadal, que a su lado aparenta bastante menos edad.
Djokovic empezó ganando. Su forma de celebrar los tantos puede ofender al contrario, por su exageración. A mi me parece que se le ponen ojos de loco. Nadal parecía desalentado. Pero pasados los dos primeros sets, el español despertó de un persistente sueño y comenzó a dar el juego al que nos tiene acostumbrados y que le ha hecho famoso. Su manera de alegrarse por los tantos conseguidos es más discreta que la del serbio, pues no mira al contrario desafiante sino al suelo o al cielo, como para darse ánimos. Uno de los primeros que consiguió fue incluso alabado por su oponente, que aplaudió discretamente batiendo una mano contra su raqueta. Es muy espontáneo Djokovic, las energías fluyen en él libremente, sin predeterminación. Sabe con quién está jugando en cada momento y lo demuestra, tanto si despierta en él sensaciones positivas como negativas. Djokovic no se limita a jugar, sino que participa en cuerpo y alma del momento, generando siempre espectación y espectáculo.
Nadal, a pesar de ese incipiente resurgimiento, no dejó en realidad de bailar al son que le imponía la raqueta de Djokovic. Éste lanzaba la pelota contínuamente hacia la zona que hubiera dejado el español desprotegida, y le obligaba a desplazarse de un lado al otro de la pista hasta agotarlo. En una ocasión el serbio saco con tanto ímpetu que la pelota se salió de pista, y resultó tan cómico que el propio Djokovic se sonrió. En realidad no se toma en serio ni a sí mismo. Encuentro la suya una muy saludable forma de ser.
Nadal estaba absolutamente desconcentrado, falto de ánimo, de motivación. Fallaba incluso las bolas que devolvía en las distancias cortas, que chocaban invariablemente contra la red.
De todas formas, qué curiosamente fluyen las energías en una pista de tenis, por lo menos durante este partido. Primero el serbio arrasó sin piedad, implacable, muy seguro de sí mismo, cada vez más conforme avanzaba el partido. Luego pareció debilitarse y le cedió su sitio en el escenario al español, para que fuera el el que diera espectáculo durante un rato. Llegué a pensar que lo hacía a propósito, que no era producto del azar de un ánimo cambiante.
Los partidos más celebrados son sin duda aquellos en los que ambos contrincantes ofrecen en todo momento un juego inasequible al desaliento y lleno de talento, aquellos en los que no se sabe hasta el final quién va a ganar. Jugadas maestras, reveses inesperados, bolas espectaculares. Echamos en falta a los grandes que despuntaban hace años, tan combativos, casi dioses. Ignoro cuál sería el espíritu que los animaba, o qué clase de fortaleza física los acompañaba. Son cosas que ahora casi no se ven. Hace falta un espíritu de lucha de una clase especial y un entrenamiento casi militar para conseguir unos resultados como los que existían antaño.
Al final, terminado el partido, cuando les tocó decir unas palabras por la megafonía ambiente, Nadal agradeció a todo el mundo todo lo humanamente agradecible, tan correcto como siempre a pesar de la derrota, y Djokovic golpeó el micrófono sobre una de sus manos como para comprobar que funcionaba bien y dedicó al auditorio algunas de sus ocurrencias. En él hay una mezcla de vanidad nunca satisfecha y deseo de agradar a los demás, de sentirse querido.
Novak Djokovic cogía la dorada copa de campeón de Wimbledon con el cuidado con el que se coge a un bebé. Era la 1ª vez que la ganaba, el sueño de toda su carrera. Se había convertido en el número 1 en el ranking mundial, sospecho que por mucho tiempo.
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