viernes, 22 de julio de 2011

Olas


Ya me estaba empezando a preguntar cuándo habría un día de olas, y hoy justo ha sido uno de ellos. Sin embargo, este año no sólo han puesto la bandera roja indicando peligro para los bañistas, sino que además uno de los pocos socorristas que hay en la playa se paseaba por la orilla de un lado a otro pitándole con un silbato a todo el que viera que sobrepasaba la línea donde rompe el oleaje.

Y es un fastidio, porque antes se conformaban con izar la banderita y que cada uno hiciese lo que quisiera. Además, las veces que he salvado a gente de ahogarse han sido en días tranquilos, y por descuidos muy tontos, pues se trataba de personas que apenas sabían nadar y en un momento determinado perdían pie y se asustaban.

Es cierto que hoy había mucha corriente lateral, pero resaca no creo que hubiera gran cosa. También es verdad que hace pocos años cambiaron la línea de costa al traer más arena para los fondos, y ahora las olas rompen muy atrás y casi no se hace pie, por lo que resulta peligroso.

Recuerdo hace tiempo que nos gustaba ponernos justo antes de romper, cogíamos impulso saltando en el suelo y nos dejábamos izar todo lo alta que era la ola, para luego descender a gran velocidad. Si rompía antes nos sumergíamos para evitar el choque, y yo abría los ojos en el agua para ver desde abajo el efecto del oleaje cayendo a plomo sobre la superficie, como las imágenes que captan las cámaras con los surfistas. A veces nos dejábamos llevar mi hermana y yo subidas a una balsa, aunque el descenso brusco al romper, y el esfuerzo que había que hacer y la pericia que había que tener para mantenerse sin que te arrastrara el remolino centrifugador de espuma, era algo que sólo entonces me sentía capaz de realizar. La fuerza del agua te llevaba a velocidad meteórica hasta la orilla, en medio de un montón de espuma, y era como ir en un coche de carreras. Cuánta emoción. A mis hijos les compré algún año una pequeña tabla que es la que usan los niños en días como éstos, y la verdad es que es muy sólida y la manejaban muy bien. Últimamente casi no se ven ya, es como todo, en cada temporada se pone de moda una cosa diferente.

Este año, entre la prohibición del socorrista y que me dolían las rodillas por el esfuerzo de mantenerme de pie aguantando el envite del oleaje, no he estado mucho en el agua. Ya no siento esa antigua alegría salvaje que me embargaba, cuando el cuerpo me obedecía con agilidad y presteza, y entonces estaba segura de mí y me veía capaz de todo.

Me encanta estar en la playa los días que hay oleaje y está un poco tormentoso, como hoy. No hace falta abrir la sombrilla, y me gusta cerrar los ojos y sentir la brisa fresca que llega del mar atronador en la cara. Como la marea sube tanto hay que situarse muy atrás para que el agua no te alcance, y se forman lagunas con un poco de espuma en torno a las cuales se pueden ver algunas palomas blancas y pequeños gorriones. Las nubes se reflejan en ellas, y la luz tiene un brillo plateado sobre esos improvisados estanques. A los niños más pequeños les gusta chapotear en ellas, y si sale un poco el sol, sus aguas se calientan.

A lo lejos, no tan lejos en realidad, se ven llegar las olas en tandas, desplazándose a gran velocidad, subiendo y bajando tumultuosas en filas unas detrás de otras, para deshacerse en violentas cascadas de espuma. Entonces tienes la sensación de estar bañándote en un jacuzzi gigantesco.

A mi abuela Pilar le encantaban también, y aunque no sabía nadar le gustaba verse escoltada por mi padre y su hijo, o mi padre y uno de sus hermanos, que la cogían cada uno por un brazo y la ayudaban a saltar cuando llegaba la ola. Nada la arredraba. 

La gente ve estos días de otra manera últimamente, con el tema de los tsunamis. El mar siempre ha impuesto mucho respeto, y todos sabemos la fuerza que el agua puede llegar a tener. Qué mas quisiera yo que saber hacer surf, un deporte que para muchos es una forma de vida.

Conformémonos con admirar a los que saben cabalgar las olas, moverse entre los rulos de espuma, las cortinas de agua, y mantenerse en pie durante mucho tiempo hasta llegar a las tranquilas aguas de la orilla.


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