sábado, 16 de julio de 2011

Ruidos


Parece ser que la época de vacaciones estivales es el peor momento para encontrar ese merecido descanso que todos buscamos al menos una vez al año. Por alguna razón en este país nuestro al que sigo sin considerar europeo por muchas razones, el verano sirve para hacer todo lo que no hacemos en invierno, aunque suponga una molestia insorportable para los demás. Se puede trasnochar, se puede celebrar lo que sea, se puede dedicar uno a los hobbies que normalmente tenemos postergados por falta de tiempo, pero sin hacer más ruido del que unas mínimas normas de convivencia  hacen necesario.

¿Por qué la gente menuda tiene que quedarse rondando hasta las tantas de la madrugada, aunque hayan dormido siesta, sólo porque a sus padres no les apetece acostarse a una hora prudencial y no tienen con quién dejarlos?. No me extraña que los más pequeños terminen gritando como locos, histéricos por la falta de descanso.

Y los que vienen al amanecer de la juerga nocturna, vociferando y cantando a pleno pulmón por culpa de la borrachera de turno. Siempre son hombres, no he oído todavía a ninguna mujer que le de por ahí, aunque se emborrache también. La educación debería estar presente incluso en momentos como esos en los que parece que no sabemos ni quién somos. A menudo me he preguntado qué necesidad tienen los que empinan el codo de llamar la atención, sea de la forma que fuere, y de aullarle a la luna.
En los apartamentos que ocupamos en vacaciones no nos falta de nada. El motor de una gran cámara refrigeradora, que ralentizan un poco durante la noche, de un restaurante que está en la planta baja; la pequeña carretera que pasa por delante, que no tiene mucho tráfico, y menos a altas horas de la madrugada, pero cuando van y vienen las motos y los coches del sarao nocturno por supuesto no lo pueden hacer sin  poner la música a toda pastilla y cantar a grito pelado; los días de oleaje en que el ensordecedor bramido del mar se mete en las habitaciones; al amanecer los pájaros pían desesperados durante bastante tiempo hasta que sus padres terminan de alimentarlos; mis padres que empiezan a trastear en la cocina desde por la mañana temprano para hacer la comida (no se pueden cerrar puertas porque si no no corre el aire); yo, que el verano pasado ya empecé a roncar, y este año mi hija ha optado por abandonar la habitación que comparte conmigo y con su hermano para irse con su cama al salón, donde la despierta el resto de mi familia en el desayuno, pues se levantan pronto.
Mi casa de Madrid me parece casi un remanso de paz, porque aquí, sólo con el hecho de estar situados frente al mar, realmente no hay un solo momento de silencio. Pero en Madrid mi hermana y mi cuñado no tienen la misma suerte que yo. Ellos soportan los ruidos de las cámaras frigoríficas de un pequeño local que está situado justo debajo de su dormitorio y que hace incluso vibrar su cama. A pesar de las advertencias el dueño del negocio no ha hecho ninguna mejora para evitarles este sufrimiento, antes al contrario incluso les ha insultado en alguna ocasión. Mi hermana, que no se ha quedado nunca atrás en esto del manejo del lenguaje, recurre a unos extraños latinajos de producción propia para calificar a este señor y que pronunciados por ella me causan siempre gran hilaridad. Lo llama "homo hijoputensis", rama de la que descienden muchos homínidos que conozco. Para remate, se intalararon hace un tiempo unos chinos en un gran local que está justo debajo del salón de la casa de ellos, con lo que tienen que soportar también la bulla de un negocio de alimentación que no tiene horarios normales de apertura y cierre, que atrae a mucha gente ruidosa los días de partido, y a los que incluso han visto luchar contra unos ladrones que querían robarles usando las mismas técnicas karatecas que en cualquier película de Jackie Chan.
Aquí en los apartamentos la gota que colmó el vaso tuvo lugar la noche del 14. Cuando nos acabábamos de acostar, alrededor de las doce, unos petardos tremendos y unos cohetes nos hicieron saltar de las camas. Un grupo nutrido de gente estaban armando bulla en la playa. Había hasta niños pequeños. Mi padre, que este año aún no se había estrenado mandando callar por alguna de las ventanas a cualquiera que hiciera ruido, se despachó a gusto indignado llamándoles idiotas y paletos, sin ningún resultado. Él no es una persona malhablada, ni le gusta dar voces, pero hay situaciones que te hacen perder la calma.  Un coche de la policía pasó por allí, momento en que dejaron de tirar cohetes. En cuanto se fueron, volvieron a la carga. Y así hasta la una de la madrugada, en que volvió a pasar la patrulla, posiblemente advertida por la llamada de algún vecino, que les conminó a desistir de sus empeños festivos, señalando muy elocuentemente hacia los edificios de la zona, dándoles a entender que molestaban, algo que a ellos por lo que se ve les tenía completamente sin cuidado. Resultó que eran franceses, y estarían celebrando supongo el 14 de julio. Yo pensé que eran de la zona, porque estando en la tierra de los fuegos artificiales por excelencia como es la comunidad valenciana, tenemos cada cierto tiempo muestras muy expresivas de tal afición, como el año pasado con motivo de los mundiales de fútbol.

Si todos hiciéramos lo mismo, raro sería el día en que no oyéramos alguna traca. Nosotros celebramos el 14 el cumpleaños de mi madre, el 15 el aniversario de boda de mi hermana y mi cuñado, y el 16 el santo de mi tía. Pero es que los franceses son así con su fiesta nacional, lo tienen que festejar a sangre y fuego, sea o no el momento y el lugar más adecuado.

Quizá nos tendríamos que ir a un convento, con monjitas que hicieran voto de silencio. Allí la paz más absoluta estaría asegurada. Quizá demasiado.

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