miércoles, 5 de octubre de 2011

Billy Elliot (II)


Llega el invierno y con él la nieve. El padre rompe a martillazos el piano de su difunta mujer para tener algo que echarle a la chimenea. Mientras celebran la Navidad frente al fuego, el padre se pone a llorar. Se acuerda mucho de su mujer, y la situación laboral por la que pasan le acongoja. Está lamentablemente cómico con un gorrito de fiesta sobre la cabeza haciendo pucheros.

En la calle, Michael quiere que Billy se caliente las manos bajo su abrigo. “No serás marica”, le pregunta Billy. Michael le besa en la mejilla como respuesta. “Que me guste el ballet no significa que sea marica”, le dice Billy. Entran en el gimnasio y le da un tutú a su amigo para que se lo ponga. En realidad le acepta tal como es. Le enseña algunas posturas de baile. El padre entra de repente, avisado por uno de sus amigos. Ellos están bromeando, pero al ver a su padre ambos chicos se detienen sorprendidos. Billy decide ponerse a bailar para enseñarle todo lo que ha aprendido. Al cabo de un rato, el padre se da media vuelta y se va. Billy le sigue hasta la calle, pero él le dice que vaya a casa.

El padre se presenta en casa de la profesora. Quiere que Billy vaya a la prueba. Después de verle bailar ha comprendido lo mucho que significa para él.  Le agradece su ayuda pero quiere pagarle a su hijo todo lo que cueste el proceso. Es muy orgulloso y no acepta nada que no haya conseguido con su propio esfuerzo.

Al día siguiente el padre se presenta a trabajar en la mina, renunciando a sus principios y a la huelga. Si no no habrá dinero suficiente para costear lo de Billy. Soporta la burlas de los que no han secundado nunca el paro. Mientras va en el autobús de la empresa pasa por en medio de los piquetes, que les lanzan cosas. El hijo lo ve desde fuera e intenta encaramarse al autobús. El padre respira agitado, se siente muy violento.

El hijo le grita desde lejos y corre hacia él cuando baja del autobús. Le pregunta que qué está haciendo, si se ha vuelto loco. Se abrazan llorando tras un breve forcejeo. “Lo siento, lo siento”, dice entre sollozos. “Estamos acabados. No tenemos otra salida. Lo hago por Billy”. El padre claudica y no va a trabajar. Ya encontrarán otra forma de conseguir el dinero.

El padre vende las joyas de su mujer, muy a su pesar. Luego, va con Billy por la calle hacia donde se cogen los autobuses para Londres. Billy, como acostumbra, no deja de dar pasos de baile. “¿Es absolutamente necesario que hagas eso?”, le dice a Billy. Está nervioso porque no sabe qué pasará y porque pese a sus años nunca ha estado en la gran ciudad. Billy se sorprende de que haya ido nunca.

En la escuela oficial de baile, antes de la prueba, pasa una revisión médica. “Papá, he cambiado de idea”, le dice en un momento dado asomándose por una puerta. Le asaltan los miedos y las inseguridades, no se cree capaz de superar todo aquello. “Vuelve ahí dentro, no seas estúpido”, le dice el padre. El tribunal examinador estudia sus posturas sin música. Luego, cuando llega el baile, le cuesta empezar. Todos observan su peculiar estilo, tan intenso y tan poco ortodoxo.

Cuando sale piensa que no le van a admitir. Le pega un puñetazo a un chico en el vestuario por una tontería. Está nervioso y de malhumor. No responde al padre cuando le pregunta cómo ha ido, se limita a mirar hacia otro lado con mala cara. El tribunal les reune y reprende por el incidente del vestuario. “¿Por qué te interesaste por el ballet?”, le preguntan a Billy. “No sé, me gustaba”, responde. “¿Hubo algún aspecto que te llamó la atención?”. “El baile”, contesta escueto. “Tenemos una carta muy apasionada de la srta. Wilkinson sobre ti, tus posibilidades y tus circunstancias”, le dicen. “Ningún niño puede triunfar sin el apoyo incondicional de su familia. ¿Apoya ud. a Billy?”, le preguntan al padre. “Sí, por supuesto”, dice al cabo de un momento.

Cuando se van a marchar, una mujer del tribunal le pregunta a Billy: “¿Puedes explicarnos qué sientes al bailar?”. “No sé”. Lo piensa. “Me siento muy bien. Al principio estoy agarrotado, pero luego lo olvido todo. Es como si desapareciera, y todo mi cuerpo cambiara. Como si tuviera fuego dentro. Y me veo volando como un pájaro. Siento como electricidad”. El presidente del tribunal le dice al padre: “Sr. Elliot, suerte con la huelga”.

Pasa el tiempo y reciben una carta. Todos esperan a Billy a que regrese de la escuela para que la abra. La dejan sobre la mesa de la cocina, en torno a la cual están sentados, y él la ve en cuanto llega. Se sienta con ellos, se miran en silencio. Se encierra en una habitación. Su cara es indescifrable cuando la lee. Hay angustia, emoción, muchos sentimientos encontrados. Los demás siguen sin abrir la boca, pero no pueden aguantar la espera. Van a la habitación en tropel, como movidos por un resorte. Billy está llorando. Ninguno ha despegado los labios. “Me han admitido”, dice finalmente.

El padre va corriendo por las calles. Se lo dice a sus compañeros, que están reunidos para hablar de la huelga. Casi no hacen caso a lo que dice. “Se acabó la huelga, hemos fracasado”, le dicen compungidos.

Durante un paseo Billy le pregunta a su padre: “¿Si no me gusta puedo volver a casa?”. “¿Lo dices en serio?. Hemos alquilado tu habitación”, le contesta muy serio. Billy se queda estupefacto, pero luego se echa a reir cuando ve que es una broma. Ambos caen al suelo tronchándose.

Billy va a ver a la profesora para despedirse. “La echaré de menos”, le dice. “Es la hora de empezar a hacer tu vida, y todo lo demás. Mucha suerte Billy”. No hay abrazos ni besos. A ella no le gusta hacer demostraciones de afecto. Ahora le tocará volver a la rutina, ya no tendrá nada especial que llene su vida. Ha cumplido su misión.

La abuela, en casa, abraza a Billy con fuerza antes de partir. Siempre está diciendo que de joven estuvo a punto de ser bailarina. Ya en la calle, el padre y el hermano se pelean por llevarle la maleta. Michael, su amigo, le llama de lejos. Billy acude a su lado y le da un beso en la mejilla a modo de despedida. “Hasta la vista”, le dice. El amigo no dice nada, muy apenado.

A punto de que Billy coja el autobús, su padre lo alza por encima de su cabeza, entre sus brazos. Ambos lloran sin mirarse. El hermano le mira por la ventanilla. Le dice que lo echará de menos, pero él no puede oirle.

Mientras Billy está de camino a Londres, su padre y su hermano descienden a las profundidades de la mina, a los infiernos. Eso es todo lo que pueden esperar, ese es su futuro.

Años después van los dos a ver a Billy, que ya es una figura consagrada. Se ven envejecidos. El padre está impresionado por el metro de Londres, con tantas escaleras mecánicas. Nunca han estado en un teatro. Se sientan en el patio de butacas. A su lado casualmente está Michael, el amigo de Billy, que los llama y les dice si se acuerdan de él. Está maquillado y vestido de mujer, y su acompañante es un hombre negro muy exótico.

Tras el telón vemos a un hombre alto y corpulento, de espaldas, que se prepara para salir a escena. Está haciendo ejercicios de calentamiento, y con la ropa que lleva, el peinado y la fortaleza y perfección de su cuerpo está espectacular. Cuando llega el momento, hace su entrada triunfal en el escenario dando un salto enorme. Parece como si flotara en el aire. Su padre le mira con los ojos llenos de lágrimas, profundamente emocionado.

En Billy Elliot se aunan un grupo de  personajes inolvidables, agridulces, conmovedores, que nos hacen partícipes de sus vidas, aparentemente anodinas, para llevarnos por caminos absolutamente sentimentales, auténticos, con la moraleja final de que cualquier obstáculo de la existencia, por insalvable que parezca, puede ser superado si se pone el corazón en ello. 

En realidad Billy nunca colgó los guantes de boxeo, pues su trayectoria vital y la de su familia fue una lucha constante, un constante esfuerzo hasta conseguir llegar a la meta.

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