jueves, 20 de octubre de 2011

Un poco de todo (XXVI)


- Hay ciertas películas que, por muchas veces que las veamos, nos producen sensaciones diferentes en cada ocasión, o nos llevan a reflexiones distintas cada vez. Me ha pasado con Lo que el viento se llevó, que cogí en los últimos tres cuartos de hora finales. Es la parte que menos he visto, porque es tan larga que rara vez he podido llegar a su término. Pero es el momento de la historia que más me ha dado qué pensar.

Son muchas pasiones amorosas las que aquí se mezclan y confunden. Los protagonistas, que se quieren y parecen mucho y, sin embargo, no pueden estar juntos. Luego un hombre que está casado con la mujer más buena que hallarse pueda y que no se da cuenta de que la ama hasta que ésta está agonizando. La vida es así, o el amor en particular, un cúmulo de encuentros y desencuentros, de incomprensiones, un perseguir infructuosamente algo que anhelamos sin darnos cuenta de que a lo mejor lo tenemos al alcance de la mano.

Son tiempos difíciles los que se cuentan en Lo que el viento se llevó, cuando sobreviene una guerra y arrasan tu casa, incendian tu ciudad, matan a los hombres en el frente y no hay qué comer. Escarbar la tierra y alzar las manos al cielo con unos cuantos matojos entre los dedos, jurando que nunca más se volverá a pasar hambre, es una de las muchas pataletas que sufren algunos de los personajes de la película cuando se ven en situaciones límite. Un gesto muy teatral, eso sí, pero inútil.

Si lo miramos desapasionadamente, se trata en realidad de un montón de seres inmaduros que no saben bien lo que quieren, y cuando lo tienen tampoco saben cómo tratarlo ni conservarlo. No se permiten una felicidad duradera, son masoquistas aún sin quererlo, parece que disfrutan más sufriendo y complicando las cosas que dejando fluir la vida con naturalidad.

Son existencias extremas, tan pronto carecen de todo como nadan en la abundancia, igual añoran algo que no tienen como cuando lo consiguen no lo saben valorar. Nada les parece bien, nada les es suficiente, siempre están insatisfechos.

No está hecha la sencillez y la comodidad para los espíritus complicados. La vida que transcurre sin incidentes es menos sabrosa, más insípida. A lo mejor tienen razón.

- No soy aficionada a la prensa del corazón, antes al contrario, la encuentro aborrecible, pero los comentarios que ha suscitado la boda de la duquesa de Alba me parece que rebasan el vaso de la estupidez habitual. Todo lo que esta mujer dice o hace genera críticas encendidas, se le reprocha por sistema cualquier cosa. Puede parecer ridícula con sus muchos años vestida de rosa y terriblemente decrépita el día de su tercer matrimonio, queriendo vivir plenamente una vez más a pesar de sus limitaciones físicas y las que le quieren imponer los demás. Ella no siente los años que tiene, y sí una pasión admirable por la vida.

Me parece estupendo que haya alguien que se niegue a vestir, pensar, amar y, en suma, vivir de acuerdo con las normas que otros han establecido para cada edad: en tal momento de tu existencia lo normal es que hagas esto, digas lo otro, tengas esta apariencia… Es absurdo. Yo creo que a esta mujer lo que le tienen es una gran envidia, no ya sólo por su posición social y su incalculable fortuna, sino por su forma de vivir, tan libre, siempre inasequible al desaliento a pesar de sus muchos avatares.

Hay que ser de miras muy estrechas para intentar imaginar a alguien como ella en un matrimonio convencional. La gente se hace preguntas anodinas sobre su relación: que si de qué van a hablar, pues a ella le cuesta mucho vocalizar con su parálisis facial, que si qué van a hacer en la cama a estas alturas, que si él está con ella por interés, etc. Qué poca imaginación, cuánta pacatería, es muy aburrido todo esto. Pensar en el matrimonio en términos tan rígidos es completamente empobrecedor.

El amor es como un libro abierto cuyas páginas están aún por escribir. Ninguna consideración de tipo social (edad, posición, nivel económico) tiene aquí cabida, está de más, porque es un estado de gracia en el que nos encontramos desnudos, despojados de las muchas capas de cebolla con las que nos vamos recubriendo a lo largo de la vida. Aquí sólo cabe la ternura, y nuestra humanidad.

Y es que no hay más que verla a ella, postrada hasta hace poco en una silla de ruedas y con sobrepeso, y ahora a moviéndose libremente y con una espléndida figura.

Hablar habla de sobra y con inteligencia, mejor que muchos que no tienen su problema ni sus años. No hacen falta muchas cosas cuando existe entendimiento entre dos personas, la comunicación fluye con facilidad. Y en cuanto al interés económico, ella tiene todos sus cabos atados, a sus ávidos hijos no les va a faltar nada cuando ella fallezca.

Y además es algo privado, es su vida y hará con ella lo que le parezca, como todo el mundo. O casi.

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